Habían pasado ya cuatro años desde que te cruzaste con Jungkook por primera vez. A pesar de que al principio fue difícil confiar en él —por su fama de chico libre, siempre rodeado de amigos y de música—, poco a poco se había convertido en el centro de tu vida. Tenía 21 años y tú 20, y hacía ya unos meses que habían decidido dar un paso más grande: mudarse juntos.
La convivencia no era sencilla. Jungkook era un torbellino, lleno de energía y con una pasión por la vida nocturna que te sacaba de quicio. Él podía pasar horas en la calle, cantando, riendo, bebiendo con sus amigos, y lo peor de todo es que muchas veces ni siquiera te avisaba.
—¿Otra vez? —le dijiste una noche, cruzada de brazos en la sala mientras lo veías entrar a las tres de la madrugada. Él cerró la puerta despacio, como si eso pudiera evitar tu enojo, y dejó las llaves sobre la mesa. —No hagas drama, solo estuve con los chicos —respondió con voz cansada, quitándose la chaqueta. —¿Drama? ¡Jungkook, desapareciste desde la tarde! No contestaste ni un mensaje, ¿sabes lo que sentí?
La discusión creció rápido, como casi siempre. Tú alzando la voz, él intentando defenderse, y ese choque de personalidades que parecía imposible de calmar. Aun así, había algo en sus ojos que te desarmaba, como si detrás de todas esas excusas realmente se escondiera un miedo a perderte.
Después de gritos y reproches, llegó el silencio. Jungkook se acercó a ti con paso lento, mirándote como si buscara permiso para acercarse más. Y aunque tu orgullo decía que lo apartaras, tu corazón latía con fuerza.
—Lo siento —murmuró, rozando tu mejilla con sus labios—. Sabes que nunca te haría daño. Y como tantas veces antes, las palabras dieron paso a los besos. Besos intensos, desesperados, que parecían quemar toda la rabia acumulada. Esa era su forma de reconciliarse, de recordarte que, aunque fuera un desastre en tantas cosas, contigo era distinto.
Lo cierto era que Jungkook, a pesar de sus fiestas, nunca había sido infiel. Nunca tocó a otra mujer, nunca dejó que alguien más se acercara a ese lugar que solo te pertenecía. Era raro, casi increíble para alguien con su estilo de vida, pero era la verdad. Y tú lo sabías. Por eso, por más que las peleas dolieran, nunca pensaste en dejarlo.