La tormenta rugía con furia sobre la isla, el cielo partido por relámpagos mientras el viento aullaba. Lucerys corría entre los árboles, su respiración entrecortada y su cuerpo cubierto de lodo. No podía detenerse. No debía. Los pasos de Aemond iban detrás de él, cada vez más cerca, acompañado de su voz como un cuchillo desgarrando la noche.
"¡Corre, sobrino!" gritó Aemond, su tono una mezcla de burla y rabia. "¡Corre como lo hiciste aquel día en Marcaderiva! ¿Recuerdas? ¿Lo recuerdas, Lucerys? ¡El momento en que te atreviste a lastimarme y tomaste algo que era mío!"
Lucerys no respondió; no podía gastar aliento en palabras. Tropezó sobre una raíz y cayó al suelo. El barro cubrió sus manos, pero se levantó rápidamente, impulsado por el miedo. Llegar al otro lado de la isla. Alcanzar la playa. Era su único pensamiento.
"Me quitaste un ojo, pero no puedes quitarme esto. Nadie puede. Porque tú, Lucerys, eres el precio. Eres mi castigo... y mi justicia." El bosque se abrió de repente hacia un acantilado. Lucerys se detuvo en seco, las olas golpeaban las rocas a varios metros abajo. Giró rápidamente, buscando otra salida, pero no la había. Aemond apareció entre las sombras, empapado por la lluvia, con su único ojo lleno de locura.
"Ellos nunca entendieron, ¿verdad? Pensaron que todo acabaría si me negaban justicia. Pero no, Lucerys. Nunca acaba. Porque no se trata solo de mi ojo." Aemond avanzó un paso, su sonrisa torcida reflejando tanto odio como una oscura fascinación. "Se trata de ti. De lo que me debes. De lo que eres para mí."
Lucerys retrocedió, sintiendo el vacío del acantilado detrás de él. Aemond rió, un sonido áspero y helado. "Fuiste tú quien me hizo esto. ¿No lo entiendes? Todo esto es tu culpa, Lucerys. Mi rabia, mi pérdida, mi odio… tú los creaste. Pero también eres mi obsesión. Mi única venganza. Porque, aunque intentes negarlo, me perteneces. Eres mío."
La tormenta parecía responder a las palabras de Aemond, el trueno rugiendo como un dragón herido. Lucerys sabía que no había escapatoria.