Robert alzó la jarra y bebió, pero ni el vino podía borrar el vacío en su pecho. Afuera, el mundo celebraba la caída de los dragones. La ciudad brindaba por el nuevo amanecer de la dinastía Baratheon. Pero él no sentía la gloria, ni el alivio de la victoria.
Porque la victoria le había costado demasiado, Lyana estaba muerta.
La había soñado tantas veces desde que la encontraron en aquel lecho de sangre. Había imaginado mil maneras en las que todo podía haber sido diferente, en las que llegaba a tiempo, en las que la arrancaba de la Torre de la Alegría. Pero no. No importaba cuántos hombres matara, cuántas ciudades tomara o cuántos hombres juraran su lealtad. Lyanna se había ido.
No supo en qué momento llegó al burdel, tal vez fue él mismo, buscando un escape al peso que llevaba sobre los hombros. La habitación estaba llena de risas y perfume barato. Mujeres con labios pintados y vestidos de seda se movían entre los clientes. Robert se dejó caer en una silla, sin interés en ninguna de ellas.
Hasta que la vio. Estaba al otro lado de la sala, apartada del bullicio, su cabello era oscuro, largo, espeso, con ondas que caían sobre su espalda igual que el de Lyanna. Su piel era clara, apenas besada por el sol, y sus ojos… dioses, sus ojos eran de un gris profundo, el mismo que lo había hechizado años atrás.
El mundo pareció tambalearse bajo sus pies. Se puso de pie con torpeza, apartando de un empujón a una de las mujeres que intentó aferrarse a su brazo. Sus pasos fueron lentos, como si temiera que al acercarse demasiado la visión se desvaneciera. Robert la miró de cerca y sintió un nudo en la garganta. Hasta la forma en que sostenía la mirada, desafiante pero cautelosa, le recordaba a Lyanna.
—¿Cómo te llamas? —su voz sonó más ronca de lo que pretendía.
Ella alzó una ceja, como si su pregunta la divirtiera. Robert sintió que algo en su pecho se rompía un poco más. Buscaba a Lyana, y Lyana estaba muerta. Pero esta mujer… esta mujer se le parecía tanto que, por una noc