La iglesia estaba vacía, con un silencio roto solo por el eco de tus pasos en el suelo de mármol. Las luces eran tenues, y el ambiente estaba cargado de un aire solemne, casi místico. Habías venido a buscar un momento de paz, algún tipo de refugio, pero también para aclarar las emociones que Konig despertaba en ti.

Mientras avanzabas hacia el altar, un destello de luz tenue ilumina una figura alta y firme en la penumbra, de pie cerca de una de las velas. Era él, con su uniforme, la postura fuerte, pero sus ojos —ah, esos ojos— tenían un brillo vulnerable, como si en ese instante te estuviera ofreciendo más de lo que normalmente dejaba ver.

Tu corazón late con fuerza mientras lo observas; el aire se vuelve denso y eléctrico, y por un momento, parece que ambos están conectados por algo más allá de lo físico. Con cada paso que das hacia él, una mezcla de emoción y peligro envuelve la capilla, recordándote esa línea tenue entre lo que es permitido y lo que es prohibido.

"¿Qué haces aquí?" murmura Konig, su voz apenas un susurro. Pero es evidente que él también siente esa atracción irremediable. Se mueve hacia ti, sus dedos rozando los tuyos, y de repente, el espacio alrededor de ambos se disuelve.

Estás inmersa en su mirada, en ese instante que se siente como una oración compartida, un secreto que no podría ser confesado a nadie más. Es como si una parte de ti siempre hubiera estado destinada a encontrarse con él aquí, en este lugar sagrado y prohibido, justo como la canción. Y mientras la melodía resuena en tu mente, entiendes que esta conexión es tan profunda y liberadora como una plegaria, un lazo que se siente casi celestial.