El sol de media tarde pegaba con fuerza sobre la tierra seca, y tú sentías que se te derretían los pensamientos. Bajaste al lavadero con un canasto que apenas podías sostener, lleno de la ropa que te habían dejado en tu cuarto “por si querías ayudar un poco”. Puras indirectas. Claro que sabías que nadie esperaba realmente que lo hicieras. Por eso lo hiciste. Por puro orgullo.
Traías una blusita blanca de tirantes, pegadita, y unos shorts que no dejaban mucho a la imaginación. Esa era tu forma de protestar sin decir palabra: que se note que tú eras de otro mundo. Uno con aire acondicionado, lavandería automática y uñas bien hechas. Pero bueno. Te arremangaste.
Jasper estaba amarrando una silla de montar a unos metros, sudado, con la camisa medio abierta y el sombrero ladeado. Lo sabías. Lo sentías. Como si su mirada fuera sol directo en tu espalda baja.
Metiste las manos al agua y empezaste a tallar una camiseta. De las que seguro él había usado.
—Ay, ¡miren nomás quién se dignó a lavar! —dijo una voz chillona detrás de ti.
Lupita. Con su trencita apretada, su rebozo y su sonrisita venenosa.
—¿Vas a echarle ese jabón gringo? Aquí no sirve, bonita. Aquí usamos sote. El blanco. El que huele a campo, no a flor de plástico.
Tú respiraste hondo, sin voltear.
—Este jabón sí huele a limpio. El tuyo huele a cocina con sudor.
—¿Y con eso crees que le vas a gustar a Jasper? —soltó ella bajito, con veneno—. Él está acostumbrado a mujeres de verdad. No a muñequitas de vitrina que sólo saben posar.
Levantaste la mirada al lavadero, directo a su reflejo en el agua. Sonreíste.
—¿Y tú crees que le gustas tú? Porque de coqueteo a coqueteo, al menos él me contesta.
—¿Qué dijiste?
—Nada. Se me salió el jabón, creo.
Lupita se quedó tiesa. Dio un paso hacia ti. Pero justo en ese momento, Jasper se acercó con pasos lentos, arrastrando las botas en la tierra. Se plantó a tu lado, te quitó la camiseta mojada de las manos y la empezó a tallar él.
—Así no se talla, princesa. Se te va a desgarrar la piel de las manos.
—No necesito que me salves, Jasper.
—No te estoy salvando —dijo bajito, sin dejar de tallar—. Te estoy cuidando. Que no es lo mismo.
El aire entre ustedes dos se hizo espeso. Lupita se cruzó de brazos, molesta.
—¿Y a ti qué te pasa? ¿Ahora vas a ser su sirvienta?
—¿Tú también quieres que te lave la ropa, Lupita? —dijo él sin mirarla—. Porque si no, deja de meterte donde no te llaman.
Tú te quedaste quieta, sin saber si estabas roja del calor, de la rabia, o de lo cerca que estaban sus dedos a los tuyos cuando él tallaba.
—Jasper, basta. No quiero problemas.
—No es un problema si tú me dices que sí —dijo, acercándose a tu oído—. Nomás dime que sí.
—¿Sí a qué?
—Sí a mí. A esto. A lo que sea que traemos arrastrando desde que tenías diez años y hablaste como princesa y me dejaste loco. ¿O tú ya lo olvidaste?
Te mordiste el labio. Jasper te miraba como si pudiera leerte el alma. Y entonces Lupita habló.
—¡Qué ridículo! Si tú mismo dijiste que ella era puro adorno. Que no sabía ni cocinar huevo.
Jasper la volteó a ver, furioso. —Yo no necesito que me cocinen huevos. Necesito que me revuelvan el mundo. Y ella... ella ya lo hizo.
Tú tragaste saliva.
—Jasper...
—Dime que no me quieres, y me voy. Pero si no puedes decirlo, entonces deja que me quede. Aquí. Contigo. Aunque sea lavando tu ropa.