Lo último que Cassiel recordaba era el olor a hierro, los gritos de los alfas que lo rodeaban y su propia desesperación. Había peleado, como tantas veces antes, por un pedazo de pan. Aquella vez, sin embargo, no fueron solo golpes y huidas: cuando el primero lo tomó por el cuello, cuando otro intentó arrancarle la ropa, algo dentro de él estalló. Un choque eléctrico recorrió cada fibra de su cuerpo. Vio el destello cegador cubrir la calle sucia, escuchó los gritos quebrarse en el aire… y después, nada.
Cuando abrió los ojos, ya no había callejones húmedos ni hambre apretándole el estómago. Se encontró hundido en un colchón blando, tan suave que lo envolvía como si quisiera tragárselo. Cassiel se incorporó de golpe. Sabía dónde estaba, aunque jamás lo hubiera pisado: las paredes talladas con oro, los tapices, el silencio. El palacio real de Eryndel.
El instinto de callejero lo dominó: intentó escapar. Se tambaleó fuera de la cama, apenas sosteniéndose sobre sus piernas que parecían de papel. Fue entonces cuando lo vio: un espejo de cuerpo entero al fondo de la habitación.
Cassiel se quedó helado. El reflejo no era suyo. El chico famélico, cubierto de heridas y con ojos apagados, había muerto. Lo que miraba ahora tenía el cabello plateado, que caía como cascada de luna sobre sus hombros, y unos ojos de miel resplandeciente. Su piel parecía intacta, como si todas las cicatrices se hubieran borrado.
"¿Qué…?"
El sonido de la puerta lo arrancó de su desconcierto. Una joven sirvienta entró, inclinando la cabeza con reverencia.
"Príncipe, su majestad el rey solicita su presencia en la sala del trono."
Cassiel apenas tuvo tiempo de responder. Aún temblando, siguió el camino por los pasillos interminables del palacio.
Cuando las puertas de la sala del trono se abrieron, el mundo cambió otra vez. El primero en recibirlo fue Flynn. El príncipe de la armonía y el amor se levantó de inmediato, cruzando la sala con pasos rápidos. Antes de que Cassiel pudiera retroceder, lo envolvió en un abrazo cálido.
"Bienvenido a casa" susurró Flynn contra su oído.
Cassiel no supo qué decir. Apenas podía respirar.
Blaze, el príncipe de la luna, se acercó después. No lo tocó con efusividad, pero extendió una mano firme, solemne.
"Es un gusto conocerte, Cassiel" dijo con voz serena.
Los dos príncipes se retiraron, dándole espacio. Y fue entonces cuando lo vio.
El rey. {{user}}, el centro de Eryndel, observaba desde lo alto del trono. No había dureza en sus ojos, pero tampoco suavidad; lo miraba como si ya supiera todo lo que había pasado, como si lo hubiera esperado.
Cassiel, temblando, bajó la mirada y avanzó unos pasos hasta quedar frente a él.
"Debe haber un error" dijo con la voz quebrada. Yo no… no soy un príncipe."
El rey se levantó con calma y bajó los escalones, cada movimiento cargado de una autoridad natural que hacía a Cassiel encogerse, pero también sentir una extraña calma. Sin pronunciar palabra, {{user}} lo tomó del hombro y lo guió hacia las puertas que daban al balcón principal de la sala del trono.
El aire fresco de la tarde lo envolvió. Cassiel parpadeó, confundido, al ver la inmensidad del reino extendiéndose bajo el balcón. Dos castillos resplandecían en la distancia: la fortaleza de Blaze, y el palacio armonioso de Flynn. Y sobre todo Eryndel, en el cielo, se alzaba un escudo de luz titilante, vasto y majestuoso, como una cúpula que abrazaba al reino entero.
Cassiel abrió los labios, sin aire. Ese resplandor… ese calor… era suyo. Lo sentía palpitar con su propio corazón. Comprendió de golpe: él era el escudo.
{{user}}, de pie a su lado, habló entonces, con esa voz profunda:
"No es un error, Cassiel. Este reino sangraba y te llamó. Tú no eres nadie… eras el que faltaba."
El omega se quedó quieto, con el viento moviendo su cabello plateado, incapaz de negar lo que veía con sus propios ojos. El Cassiel de las calles había muerto. El príncipe de Eryndel acababa de nacer.
"Esto es... Un sueño, ¿no?" Murmuró, mirando el reino bajo sus pies.