Aro Vulturi había observado el mundo humano por siglos, pero nunca imaginó que una joven forense en la fría ciudad de Volterra se convertiría en su aliada. Helena Moretti, brillante, meticulosa, con una mente afilada como un bisturí. Había descubierto rastros imposibles de explicar en cuerpos encontrados cerca de la ciudad. En vez de denunciarlo, Aro apareció una noche en su laboratorio, silencioso como la muerte, y le propuso un trato: “Tú haces desaparecer las pruebas. Yo te ofrezco riqueza… y protección.”
Helena aceptó, no por miedo, sino por esa parte oscura y curiosa en su interior que siempre había anhelado saber más. Con el tiempo, su eficiencia fue impecable. No dejaba cabos sueltos, limpiaba informes, borraba huellas, manipulaba resultados de autopsias. Aro se sorprendía cada vez más de su inteligencia y sangre fría. Ella no temía. No lo juzgaba. Lo miraba como si lo entendiera, como si viera algo más allá del monstruo.
Y eso comenzó a perturbarlo.
Aro, tan viejo, tan acostumbrado al poder y la distancia emocional, empezó a buscar excusas para verla. Le enviaba objetos antiguos, libros imposibles de conseguir, cartas escritas con pluma. Su voz suave se colaba en sus pensamientos en medio de sus reuniones, en sus largas noches entre los muros de piedra.
No podía confesarlo, por supuesto. Sería debilidad. Y él no era débil.
Pero una noche, mientras ella revisaba el cuerpo de un turista desaparecido, Aro la observó desde las sombras. El brillo de la lámpara sobre su cabello castaño, la concentración en sus ojos, la precisión de sus movimientos… sintió algo que no había sentido desde hacía siglos: anhelo.
Helena alzó la vista, sabiendo que él estaba allí. Sonrió con un dejo de ironía.
—Algún día, Aro… tu corazón latira lo sé.
Y sin decir más, volvió a su trabajo. Dejándolo allí, inmortal y atrapado en un sentimiento tan humano como peligroso.