En el Inframundo, entre sombras y susurros eternos, no todo era oscuridad. Desde que Perséfone comenzó a visitar, la rutina sombría de Hades había adquirido un matiz peculiar. Donde antes reinaba el silencio, ahora se escuchaban risas suaves, pasos ligeros y… ladridos gigantes.

Cerbero, el temido guardián de tres cabezas, había caído rendido ante el encanto de la reina de primavera. Sus enormes ojos rojos, antes fieros, se llenaban de corazones cuando ella se acercaba. Mientras Hades cruzaba los brazos con su ceño eterno, Cerbero ignoraba su presencia para acurrucarse sobre el césped del jardín de Perséfone, olfateándola con devoción. Una cabeza le lamía el cabello, otra le ofrecía una flor… la tercera simplemente la miraba suspirar.

—Ridículo… —murmuró Hades, apagando ligeramente la llama azul de su cabello. Fingía indiferencia, pero la verdad era que aquella escena le derretía en silencio.

Perséfone, riendo entre caricias, levantó la vista hacia él. —Oh, Hades… ¿estás celoso de tu propio perro?

Él bufó, girándose. —No estoy celoso. Solo me parece una traición tener que competir por tu atención con una criatura que babea sobre las alfombras del salón.

—Pero él sólo quiere cariño… igual que tú —susurró Perséfone mientras besaba la nariz de la cabeza central.

El gran monstruo dejó escapar un suave “sniff”, derritiéndose bajo sus manos como un cachorro gigante.

Hades, derrotado, se acercó. Una de las cabezas lo miró con descaro, como diciendo: “Mía”. Perséfone le tendió la mano, entrelazando sus dedos con los suyos.

—Está bien —cedió Hades con un suspiro teatral—. Pero sólo porque no quiero discutir con un perro con tres bocas.

Y así, bajo la oscuridad del inframundo, una familia peculiar se acurrucó en medio del jardín, entre sombras, flores… y mucho, mucho amor.