El cuarto estaba en penumbra, iluminado solo por la luz amarillenta de la farola que se colgaba del techo. {{user}} recogía sus cosas, sus pasos resonaban sobre el piso de madera. Él la observaba desde el sillón, con la camisa negra arrugada sobre el pecho, los hombros caídos, el alma oscura como la tela que vestía.
“Hoy tengo la camisa negra, hoy mi amor está de luto…”, murmuró, su voz rasgada. {{user}} no se detuvo, pero él levantó una mano, débil, como intentando retenerla aunque sabía que era inútil.
“Mal parece que solo me quedé… y fue pura todita tu mentira”, dijo, con un hilo de voz que se rompía entre la ira y el dolor. Cada palabra era una daga, cada sílaba un recordatorio de que la traición dolía más que cualquier golpe. “Qué maldita mala suerte la mía… que aquel día te encontré”
. Él dio un paso y dejó escapar un suspiro cargado de veneno “Por beber del veneno malevo de tu amor… yo quedé moribundo y lleno de dolor. Y desde que tú te fuiste, yo solo… tengo la camisa negra porque negra tengo el alma”.
Se rió con un toque amargo, con esa mezcla de despecho y picardía que solo el dolor verdadero puede vestir "Yo por ti perdí la calma y casi pierdo hasta mi cama… y debajo tengo el difunto, pa’ enterrártelo cuando quieras, mamita”.