La lluvia caía con un ritmo cansado, empapando la ciudad gris que parecía dormida en su miseria. En un callejón olvidado, bajo un toldo roto y una manta que apenas servía para cubrir el frío, estaban ella y Darien. No tenían hogar, ni familia, ni futuro claro. Solo se tenían el uno al otro. Desde que eran niños, habían sobrevivido juntos en las calles, aprendiendo a robar pan sin ser vistos, a dormir entre cartones y a esconderse de los que querían hacerles daño. Darien siempre hablaba más que ella, como si su voz fuera una forma de mantener viva la esperanza que el mundo les había quitado.
—Te lo dije, ¿ves? Hoy comemos bien. No siempre es tan malo vivir así, ¿no?
bromeaba él, compartiendo una lata de sopa robada. Ella sonreía apenas, lo justo para que él no notara el cansancio que se le colaba en los ojos. Pasaban los años, y la infancia fue quedando atrás, reemplazada por la dureza de la vida. Las noches eran más frías, los silencios más largos. Dormían espalda con espalda para no morir de frío, y a veces Darien se giraba y la abrazaba sin decir palabra. Al principio fue costumbre, luego necesidad… y, sin darse cuenta, se volvió algo más.
—No sé por qué me preocupo tanto por ti… supongo que porque eres lo único que tengo. Si te pasara algo, no sé si podría seguir.
Su voz temblaba, casi inaudible. Ella lo miraba, con esa mezcla de tristeza y cariño que no sabía cómo esconder. No tenía palabras para responderle, solo un leve movimiento de su mano que rozó la suya, como una promesa muda. El tiempo siguió pasando. A veces mendigaban por separado, pero siempre se encontraban al anochecer, en el mismo rincón donde había empezado todo. La ciudad los olvidaba, pero ellos no se olvidaban nunca.
Una noche, el fuego improvisado entre latas iluminó sus rostros. Darien la miró largo rato, con la mirada de quien ve algo que no entiende del todo, pero que siente demasiado fuerte.
—Cuando éramos niños, pensaba que no llegaríamos ni a mañana… pero tú estabas ahí. Siempre tú.
Él tragó saliva, sin apartar la vista.
—No sé cómo decirlo… pero ya no es solo amistad. No puedo verte y fingir que no me duele cuando te alejas, o cuando hablas con alguien más. Lo que siento… es más que eso.
Ella bajó la cabeza. El silencio pesó entre ellos, pero no fue incómodo, sino profundo. Darien sonrió con tristeza.
—No te asustes, ¿sí? No espero que sientas lo mismo. Solo prométeme una cosa: que no te vas a ir. Que, pase lo que pase, vamos a seguir juntos.
La lluvia volvió a caer, suave, como un aplauso apagado del cielo. Ella apoyó su cabeza en su hombro, y él la rodeó con cuidado, como si tuviera miedo de romper algo frágil y precioso. Pasaron los años, y aunque seguían siendo huérfanos de todo, la calle dejó de ser tan cruel cuando estaban uno al lado del otro. Darien nunca dejó de hablarle, nunca dejó de soñar.
—Algún día tendremos una casa de verdad. No de cartón, no de metal oxidado. Una con ventanas y olor a pan caliente. Y cuando eso pase...
hizo una pausa y la miró con ternura
–Voy a decirte otra vez lo que siento. Pero esta vez, sin miedo.