La noche del Festival del Medio Otoño brillaba con faroles de colores y risas en el aire. Saliste con una linterna en mano, caminando entre la multitud que celebraba bajo la luna llena.
A unos metros, Wei Cheng seguía repartiendo volantes. Nadie lo miraba. Con un suspiro frustrado, murmuró “mierda” y se dejó caer en una banca de piedra. Abrió su lonchera y sacó un dumpling sin relleno, casi una burla de comida.
Cuando te vio entre la gente, sus ojos se agrandaron y su dumpling cayó al suelo.
“No, no, no…” masculló, agachándose rápido para recogerlo. Lo sacudió con torpeza, soplando el polvo. Se lo metió entero en la boca, como si así pudiera borrar la vergüenza. Pero estaba seco, pastoso. Tragó con dificultad, los ojos enrojecidos, húmedos.
Te miró desde su rincón, el volante arrugado aún en la mano. Tú brillabas con la luz del farol. Él apenas sostenía lo que quedaba de su dignidad.