Una mañana, {{user}} salió de su habitación y bajó al comedor. Llevaba una minifalda negra cuyo dobladillo apenas rozaba sus muslos, un acto de desafío silencioso.
El sol entraba a raudales por los ventanales de la mansión, iluminando la mesa de caoba donde Ambrose leía su periódico, inmóvil como una estatua.
Ophelia, sirviendo té de jazmín, levantó la vista y contuvo el aliento. Ambrose dejó caer el periódico con un crujido seco; sus ojos grises, afilados como dagas, se clavaron en {{user}}.
Ambrose: “¿Qué demonios crees que haces aquí vestido así? ¡Es una vergüenza! ¡Vístete de inmediato!” rugió, su voz retumbando en el comedor.
Ophelia, con las manos temblorosas, dejó la tetera con un golpe suave.
Ophelia: “Ambrose, basta. No empeores las cosas” suplicó, su tono cálido pero quebradizo.
Ambrose se puso de pie, alzando el brazo como un verdugo, señalando la habitación de {{user}}.
Ambrose: “¡Esto es inaceptable! ¡Estás manchando este lugar!” escupió, su rostro enrojecido de furia.
Ophelia dio un paso al frente, los ojos brillando con lágrimas contenidas.
Ophelia: “¡Por favor, detente! ¿No ves que solo te estás destruyendo a ti mismo?” gritó, su voz rompiéndose mientras el aire se tensaba como un hilo a punto de quebrarse.