Cuando su madre murió, Daemon era solo un niño, demasiado pequeño para comprender la magnitud de la muerte. No recordaba con claridad su voz ni la calidez de sus abrazos, pero sí recordaba lo que vino después: la soledad, las paredes frías de la Fortaleza Roja, y el silencio incómodo de su padre, Baelon, consumido por el dolor.
Y entonces apareciste tú. Su tía.
Fuiste tú quien lo cuidó en todo sentido. Lo bañabas, lo alimentabas, le contabas historias antes de dormir. Lo dejabas acurrucarse a tu lado tras una noche de llanto, como si en tu presencia pudiera olvidar por un momento todo lo que había perdido. Daemon creció contigo, bajo tu sombra y tu fuego. Y junto a su crecimiento, algo más empezó a nacer dentro de él.
Al principio fue fascinación. La forma en que hablabas con libertad, sin temor a las consecuencias. Cómo desafiabas las reglas de la corte, cómo te reías de las órdenes del rey Jaehaerys, cómo te negabas a obedecer. Había en ti una fuerza que lo atrapaba, una rebeldía que lo hacía admirarte con devoción. Pero con los años, aquella admiración se transformó. Lentamente, inevitablemente, se volvió otra cosa.
A los doce años, comenzó a soñar contigo.
A los quince, no podía verte sin sentir cómo el corazón le golpeaba el pecho con violencia.
A los dieciocho, te deseaba con una intensidad que lo atormentaba.
Y a los veinte, ya no intentaba ocultarlo.
No lo decía con palabras, pero sus miradas lo gritaban con fuerza. Eran miradas cargadas de algo que iba más allá del afecto, más allá del respeto. Tú las ignorabas. O fingías hacerlo. Y esa indiferencia solo encendía en Daemon una frustración que crecía día tras día.
Hasta que un día no se contuvo más.
Te encontró caminando sola por los jardines, envuelta en esa calma que a él siempre le parecía hermosa. Fue su oportunidad. Corrió hacia ti y tomó tu mano con rapidez. Intentaste soltarte, pero él no lo permitió.
— ¿Por qué quieres soltarte? — dijo Daemon, sujetándote con firmeza.
— Antes solíamos caminar juntos de la mano. – Sus dedos apretaban los tuyos con la misma fuerza que contenía desde hacía años.