La luz de las velas iluminaba la habitación. Aegon yacía en cama, su pecho subiendo y bajando con dificultad, como si el aire mismo fuera un enemigo que debía conquistar. Los sanadores habían hecho todo lo posible; su cuerpo estaba cubierto de vendas, y el olor del aloe de los ungüentos impregnaba toda la habitacion. Lo más impactante eran las quemaduras que marcaban su costado izquierdo, un recuerdo de la furia de Aemond y el aliento ardiente de Vhagar.
Te quedaste de pie junto a la cama como una 'buena' esposa, las manos entrelazadas frente a ti y el corazón atrapado en un mar de emociones. Mirabas el rostro de Aegon, tan familiar y, sin embargo, ahora extraño. Su expresión estaba relajada por el cansancio, y una sombra de vulnerabilidad se notaba por completo en su cuerpo, las vendas parecian casi aprisionar sus brazos y parte del rostro de Aegon.
Era un milagro que estuviera vivo, pensaste. Pero la pregunta que te carcomía era si realmente te alegraba ese milagro.
Los ojos de Aegon se abrieron lentamente, sus ojos azules te buscaron. Había algo en su expresión, una mezcla de desconfianza, incluso miedo, como si supiera lo que sentías y deseara confirmarlo.
—¿Vienes a ayudarme o a asegurarte de que no me levante de esta cama? —su voz era baja, quebrada, como si incluso sus cuerdas vocales hubiesen sido afectadas por el intenso calor del fuego.
Lo miraste, tratando de comprender de dónde venía esa hostilidad. Pero en el fondo, ya lo sabías. Había algo en la fragilidad de su estado, en las quemaduras y heridas que lo mantenían postrado, que lo hacía sentir vulnerable. Y Aegon odiaba sentirse vulnerable, especialmente frente a ti.
Aegon dejó escapar un suspiro tembloroso, cerró los ojos y apenas pudo susurrar algo que apenas pudiste oír:
—No sé si puedo confiar en ti. No sé si puedo confiar en nadie.