Era una tarde de otoño, el viento movía las hojas secas por el suelo del parque donde Jungkook y tú solían encontrarse después de clases. Él estaba sentado en el columpio, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Tenía esa expresión que ya conocías bien: la del “conejo malhumorado”.
— ¿Otra vez así? — preguntaste, deteniéndote frente a él.
— No estoy “así” — replicó, sin mirarte directamente —. Solo… cansado.
Sabías que “cansado” era su forma de decir que algo lo había molestado. No insististe. Te sentaste en el columpio de al lado, dejando que el silencio se llenara del suave chirrido de las cadenas y del aire fresco que olía a tierra húmeda. Pasaron varios minutos antes de que él hablara.
— Es que… hoy ni me miraste en el pasillo — dijo al fin, con la voz baja —. Todos te hablaban y yo estaba ahí, como si no existiera.
Te giraste hacia él, conteniendo una sonrisa. Ahí estaba: el Jungkook orgulloso, celoso, pero tierno. Lo miraste un momento, notando cómo mordía su labio inferior, fingiendo que no le importaba.
— No fue mi intención ignorarte. Solo estaba hablando con mis compañeros del proyecto.
Él no respondió. Sus orejas imaginarias —esas que solías bromear que tenía, de lo sensible que era— parecían caídas. Entonces se levantó y se acercó a ti.
— No me gusta cuando no estás conmigo — susurró, apoyando su frente en tu hombro.
Tu mano subió lentamente a su cabello. Al principio pareció resistirse, pero pronto dejó escapar un suspiro y se acurrucó más, buscando consuelo.
—¿Ves? — murmuraste —. Al final, siempre terminas pidiendo mimos.
— No los pido… — intentó negar, pero su voz tembló ligeramente. Después de unos segundos, admitió —. Tal vez un poco.
Lo abrazaste, sintiendo cómo su respiración se calmaba. El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de un naranja suave. En silencio, él se dejó cuidar, con el rostro escondido contra tu cuello, hasta que el mal humor se disolvió como el último rayo de luz.
Ese era Jungkook, un torbellino de orgullo, ternura y contradicciones.