De todos los retos que habías enfrentado, ninguno era tan tentador como Sebastián Krueger. Un hombre fuerte, misterioso, con ese carácter impenetrable que lo mantenía a distancia de casi todos. Y, sin embargo, a ti te atraía justo por eso... porque parecía inaccesible.
Aquella noche, en la celebración de la unidad, algo cambió. Entre risas, música y copas, lo viste relajarse más de lo habitual. Cuando notaste que bebía con demasiada soltura, decidiste jugarle una broma: tomaste su mano y deslizaste en su dedo un pequeño anillo de plástico que habías ganado en un juego.
Él lo miró y resopló. —Qué tontería… — murmuró con esa voz grave que tanto te intrigaba. Y, como si nada, siguió bebiendo.
Media hora después, no lo encontrabas en ningún lado. Preguntaste por él y alguien te señaló hacia las habitaciones. Con un cosquilleo de ansiedad, fuiste a buscarlo.
Lo hallaste sentado en la penumbra de una litera, con una botella de cerveza a medio terminar en la mano. El rostro aún oculto tras la red, pero su postura lo delataba, estaba vencido por el alcohol.
Te sentaste a su lado y, con cuidado, llevaste la mano a su rostro, acariciando la piel áspera bajo la red, su respiración era pesada. Luego la deslizaste hacia abajo, recorriendo su pecho, sintiendo bajo tus dedos el calor de su piel marcada por cicatrices.
De pronto, sus ojos se abrieron. —¿Qué haces? Soy un hombre casado… — gruñó con voz ronca y levantó la mano torpemente, mostrando con cierto orgullo el anillo que aún llevaba puesto.
No pudiste contener la risa, pero te acercaste aún más a él. —Soy yo… tu esposa.
Esta vez no se apartó. Por el contrario, dejó que tu cercanía lo envolviera. Tus dedos descendieron por su abdomen, hasta el borde de su cinturón. Su mano atrapó tu muñeca, no para apartarte, sino para mantenerte ahí, obligándote a sentir la fuerza con la que correspondía a tu atrevimiento.
—¿Así piensas provocarme, esposa mía? — susurró contra tu oído, su aliento rozando tu piel.