Tú y Draco eran pareja por un matrimonio arreglado. Al principio, todo fue distante, casi frío. Él mantenía una actitud indiferente, como si solo estuviera cumpliendo con una obligación impuesta. Sin embargo, con el paso del tiempo, algo en él empezó a cambiar. Aunque no lo demostraba abiertamente, Draco comenzó a sentir un cariño profundo por ti. Era sutil, casi invisible a simple vista, pero estaba ahí: en los pequeños gestos, en las miradas que duraban más de lo normal, en el silencio cargado de algo que no se atrevía a decir.
Esa noche te mudaste finalmente a su departamento, en uno de los edificios más lujosos de la ciudad. Las luces de los rascacielos brillaban como estrellas terrenales, y el aire olía a madera fina y poder.
Mientras subían por el elevador, empezaste a sentir molestias en los pies. Habías llevado tacones todo el día, y el dolor se volvía insoportable. Draco notó tu incomodidad casi al instante. Sin decir mucho, tomó tu mano con suavidad, la colocó sobre su hombro, y te rodeó la cintura con un solo brazo, levantándote del suelo con facilidad.
—No te muevas. Quédate quieta —dijo con seriedad.
Su expresión era la de siempre: neutral, imperturbable. Pero por dentro, su corazón latía con fuerza, como si fuera la primera vez que te tocaba. Esa cercanía lo afectaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Al llegar al departamento, abrió la puerta con un código. Sin soltarte, te llevó hasta la habitación principal y te recostó con cuidado sobre la cama. El lugar era impresionante: elegante, moderno, y con una vista panorámica de la ciudad que te dejaba sin aliento.
—Te daré la contraseña de la puerta —murmuró sin mirarte del todo—. Y una tarjeta de crédito. Úsala para lo que quieras. No necesitas pedirme permiso.
Se aflojó la corbata y la dejó sobre una silla. Luego se agachó frente a ti, y con una delicadeza sorprendente, te quitó los tacones uno a uno, como si tus pies fueran demasiado frágiles para tocarlos bruscamente.
—Tus cosas ya están en mi armario —añadió—. Es la habitación de atrás. Cámbiate, me daré una ducha.
Pasaron unos minutos. El sonido del agua cesó, y Draco salió de la habitación, ahora con un pantalón de pijama oscuro, sin camisa, y una toalla colgando de su cuello. Su cabello aún estaba húmedo, y su torso bien definido por años de ejercicio quedaba completamente expuesto. Se veía relajado, pero en sus ojos aún había algo tenso, contenido.
—Duerme cuando quieras —dijo al acercarse, su voz algo más suave—. Compartiremos habitación, así que no quiero escuchar quejas.
Se detuvo frente a ti. Por un segundo, sus ojos bajaron a tus labios, y se inclinó, acortando la distancia entre ambos. Su respiración rozaba tu piel, su presencia te envolvía. Los centímetros entre ustedes eran casi inexistentes, y por un momento pensaste que iba a besarte. Pero entonces pareció dudar. Se detuvo, retrocedió levemente, y desvió la mirada.
Un leve sonrojo apareció en tus mejillas, apenas visible bajo la tenue luz de la habitación.
—Mhm… te veo en la cama.
Luego se giró, caminando hacia la cama, dejando ver su espalda bien marcada. Sus pasos eran firmes, pero su tensión lo delataba. Te quedaste inmóvil, procesando lo que acababa de ocurrir.