Era un sábado por la tarde y el cuarto de Sid estaba, por una vez, sorprendentemente ordenado. Las sábanas limpias, el suelo sin latas vacías de cerveza, y una vela encendida en la esquina que olía ligeramente a vainilla. Se había esmerado, y tú lo notabas en cada pequeño detalle.
Tú estabas sentada en la cama, con las piernas cruzadas, mientras él se acomodaba junto a ti, nervioso pero con una sonrisa suave. Sid nunca había sido el tipo de chico que escondía sus emociones; sus manos temblaban un poco y su mirada iba de tus ojos a tus labios y de vuelta otra vez. Habían pasado meses desde que comenzaron a salir oficialmente, y ambos sabían que ese momento llegaría… cuando los dos se sintieran listos. Y lo estaban.
—“¿Estás segura?” —te preguntó con su voz baja, apenas un susurro.