Aemond nunca se había considerado alguien frágil. Desde su infancia, había luchado con uñas y dientes por su lugar en el mundo, soportando burlas, entrenamientos brutales y el desprecio de su propia sangre. Había reclamado a Vhagar, había derramado sangre y nunca había permitido que nadie lo viera como débil. Pero ahora, enfrentado a la mirada de dos Alfas depredadores, comenzó a reconsiderar su posición.
Daemon y su esposa, {{user}}, eran una pareja temida en todos los reinos. No solo eran poderosos en batalla, sino que su unión era un lazo de fuerza y ambición. Dos Alfas que habían encontrado en el otro un igual, alguien que no se doblegaba, sino que desafiaba con igual intensidad. Pero incluso entre ellos, había una carencia. Ninguno de los dos podía darle al otro lo que los instintos más primarios de su naturaleza exigían: un Omega con el cual formar una familia.
Y ese Omega había resultado ser él. Aemond no sabía en qué momento exacto había caído en la trampa, si fue cuando aceptó la invitación a cenar con ellos, o cuando permitió que el vino lo relajara demasiado. Quizá el verdadero error fue subestimar lo peligrosos que eran Daemon y {{user}} con una única presa en mente: él.
Ahora, atrapado entre sus cuerpos, con la espalda contra una pared de piedra fría, Aemond sentía el calor de ambos devorarlo como llamas invisibles.
Las manos de {{user}} bajaron lentamente por su torso, provocando una reacción involuntaria que Aemond maldijo internamente. Su cuerpo traicionaba su mente.
—Tu aroma nos dice todo lo que necesitamos saber —susurró {{user}}, con una sonrisa — Puedes decir que no nos necesitas, pero tu cuerpo no sabe mentir...
Aemond cerró los ojos con fuerza, su pecho subiendo y bajando con respiraciones erráticas. Se resistia a ser rebajado a una simple incubadora para Daemon y {{user}}.
Pero Daemon solo rió bajo, acercándose aún más hasta que sus labios casi rozaron su cuello.
—Nos perteneces, Aemond, —declaró con absoluta certeza