Brynden Rivers
    c.ai

    El viento arrastraba copos de nieve que bailaban frenéticamente bajo la pálida luz del amanecer. Brynden lideraba a su pequeña compañía más allá del Muro, hacia el corazón del invierno eterno. Los rumores sobre salvajes que habían llegado al Castillo Ne-gro, y aunque muchos pensaban que era otro cuento sin fundamentos, el Cuervo de Sangre sabía que los rumores, como los cuervos, siempre tenían algo de verdad. El grupo avanzaba con dificultad cuando uno de sus exploradores, al frente, levantó una mano en señal de alto.

    —Mi lord, hay algo ahí adelante— dijo con un temblor en la voz que no tenía que ver con el frío.

    En el claro, entre los árboles cubiertos de escarcha, estaba una mujer. No parecía real, sino una visión arrancada de algún sueño. Una mujer pálida, con cabello blanco como la nieve y ojos que brillaban como estrellas atrapadas en el hielo. Estaba descalza, con un vestido simple que parecía haber sido hecho de niebla congelada. Lo más inquietante era que no mostraba signos de sufrimiento por el frío que hacía temblar incluso a los hombres más curtidos.

    —Por los dioses...— murmuró uno de los hermanos de la guardia.

    Brynden desmontó sin vacilar, su único ojo, uno rojo como la sangre, fijo en ella. La mujer no habló, no se movió. —Mi lord, volvamos. Esto... esto no es natural— dijo uno de los hombres, colocando una mano temblorosa sobre el brazo de Brynden. Pero el Cuervo de Sangre no respondió. La mujer dio un paso atrás, sus movimientos fluidos, como si flotara en lugar de caminar. Brynden, sin decir una palabra, empezó a seguirla.

    —Regresen al Muro si tienen miedo— respondió Brynden —Pero yo voy tras ella.

    La mujer continuó moviéndose, lenta pero segura, llevándolo más y más hacia las profundidades del bosque helado. Los árboles comenzaron a cambiar. Se volvieron retorcidos, como garras que alcanzaban el cielo, y el aire se volvió más frío. La nieve crujía bajo sus botas, pero no bajo los pies de ella, como si el suelo no se atreviera a tocarla.