La tarde en el rancho tenía el aroma del maíz recién molido y el susurro de los rosales mecidos por el viento cálido. Tú estabas junto a la cocina, tus manos jugando con la harina mientras moldeabas pequeñas tortillas. El sonido de pasos acercándose te hizo alzar la mirada, y allí estaba él: Juan Alejandrez, de pie bajo el dintel de la puerta, con su sombrero entre las manos y los ojos llenos de un brillo indescifrable.
Sabías que no debías mirarlo más de lo necesario. Sabías que estaba mal por ser un trabajador más de tu padre, pero esa conexión inexplicable entre ambos se manifestaba cada vez que estaban cerca.
—¿Por qué vienes aquí, Juan? —preguntaste, intentando sonar firme mientras el calor subía a tus mejillas.
—Porque no puedo evitarlo —respondió él, dando un paso hacia ti—. Sabes que debería estar lejos, pero mi corazón me trae hasta aquí. Hasta ti.
Tu respiración se detuvo por un momento. Las palabras de Juan eran un eco de tus propios sentimientos, pero decirlo en voz alta lo convertía en algo real, tangible. Inmoral.
—Esto no está bien, Juan. Hay promesas que no podemos romper —murmuraste, aunque tus ojos buscaban los suyos, desafiando tus propias palabras.
Él dejó el sombrero sobre la mesa y se acercó más, tan cerca que podías oler la mezcla de cuero y tierra en su ropa. Su mano rozó la tuya, apenas un roce, pero fue suficiente para que el aire pareciera cargarse de electricidad.
—Promesas se rompen todos los días —dijo con suavidad, su voz apenas un susurro—, pero lo que siento por ti... eso no puede romperse, porque es lo único real que tengo.