La tensión en la habitación era sofocante. Rhys estaba de pie, su mandíbula tensa, los músculos de sus brazos marcados por la furia contenida. {{user}} lo miraba con desafío, negándose a retroceder, aunque podía sentir la intensidad de su ira ardiendo en cada fibra de su cuerpo.
—Dímelo otra vez —su voz era un gruñido bajo, peligroso.
—Solo hablé con él, Rhys —respondió {{user}}, cruzándose de brazos.
—No me jodas —soltó con una risa amarga, su mirada oscura clavándose en ella—. Lo vi tocarte. Vi cómo te sonreía.
—¿Y qué? No puedes controlar con quién hablo o quién me toca accidentalmente en una conversación.
Un instante de silencio se expandió entre ellos como una tormenta inminente. Y luego, antes de que {{user}} pudiera reaccionar, Rhys tomó el jarrón de la mesa y lo arrojó contra la pared. El cristal se hizo añicos, esparciendo pedazos por el suelo mientras el eco del impacto reverberaba en la habitación.
{{user}} dio un paso atrás, su corazón latiendo con fuerza, pero no apartó la mirada de él. Rhys respiraba con dificultad, sus puños cerrados, su pecho subiendo y bajando de manera errática.
—Eres mía —dijo con voz ronca, avanzando hacia ella—. No soporto la idea de otro hombre acercándose a ti.
—No soy una posesión, Rhys —susurró {{user}}, pero su voz tembló cuando él se acercó más, hasta que su aliento rozó su piel.
Él levantó una mano con cuidado, rozando su mejilla con el dorso de los dedos, su furia transformándose en algo igual de intenso, pero mucho más peligroso.
—Lo sé —susurró contra sus labios—, pero eso no cambia que te quiero solo para mí.
Y antes de que pudiera responder, su boca atrapó la suya en un beso hambriento, demandante, como si quisiera demostrarle con cada roce que no iba a permitir que nadie más entrara en su mundo.