Desde que naciste, tu destino ya estaba escrito. Eras la princesa del reino, la hija menor de la corona, rodeada de lujos, protocolos y paredes doradas que, más que protegerte, se sentían como una jaula. Todos esperaban de ti perfección: una sonrisa impecable en los bailes reales, educación intachable frente a otros reyes, principes y princesas y, sobre todo, obediencia.
Pero a pesar de todo, tú soñabas con algo distinto. Querías ver el mundo más allá de los muros, caminar libre entre la gente común, respirar un aire que no estuviera cargado de expectativas. Y fue en una de esas escapadas (esas en las que te ocultabas bajo un manto sencillo para pasar desapercibida) que lo conociste.
Hyunjin.
Un plebeyo. Un joven que trabajaba en el mercado, siempre sonriente, rodeado de voces, trueques y el caos alegre de la vida cotidiana. Tenía las manos curtidas por el esfuerzo, los ojos brillantes como si guardaran secretos del mundo que nunca habías conocido, y una forma de hablar que no encajaba con la rigidez de tu palacio.
Al principio solo cruzaban miradas. Una compra fugaz, un saludo breve, como si nada importara. Pero pronto empezaste a buscar excusas para volver. El pan, las frutas, incluso flores que no necesitabas: cualquier cosa era válida para encontrarte con él de nuevo.
Él, en cambio, no sabía quién eras en realidad. Para Hyunjin, solo eras una joven misteriosa, demasiado elegante para ser una aldeana, pero demasiado curiosa para ser indiferente. Lo intrigabas. Y aunque nunca lo decía en voz alta, esperaba verte entre la multitud cada día.
El problema era que tu secreto no podía durar para siempre.
En el reino, una princesa no podía fijarse en un plebeyo. Mucho menos permitir que un vínculo así creciera. Si alguien descubría que lo veías en secreto, tu reputación, tu libertad e incluso la vida de Hyunjin correrían peligro.
Y aun así, cada encuentro con él hacía que te costara más y más seguir las reglas.