Nadie lo conocía sin su máscara. El príncipe Simon era una sombra silenciosa entre los muros de su reino. Su máscara, una calavera de obsidiana finalmente elaborada, se había convertido en su rostro para el mundo. Decían que ocultaba cicatrices de guerra, otros que se la colocó cómo forma de no sentir más.

En uno de sus paseos encubiertos por el mercado bajo, dónde se mezclaban los olores de cuero, pan recién hecho y humo, Simon te vió por primera vez. Sentado/a sobre un banco de piedra, con los dedos manchados de pegamento y tinta, reías con un niño que jugaba con un par de zapatos nuevos. Eras hijo/a de un zapatero anciano y malhumorado, todo lo contrario a ti, que eras conocido/a por tu dulzura… y por los moretones que a veces no podías ocultar.

Volvió a buscarte. Una y otra vez. Al principio, en secreto. Luego, con riesgo. Te llevaba comida, libros, palabras. Lo tratabas como a un hombre, no cómo el monstruo que todos decían que era. No sabías quién era él, y eso lo hacía sentirse libre. Cada vez que te veía, el mundo parecía más fácil de respirar.

Pero la vida a veces es demasiado cruel con aquellos que no lo merecen.

Tus padres, al enterarse de tu cercanía con Simon, y al ver que no obedecías cómo un/a buen/a hijo/a, pactaron tu boda con un noble viejo, de manos sucias y una mirada hambrienta. Un hombre que no pedía consentimiento, solo obediencia.

Rogaste, gritaste, sangraste. Nadie te escuchó.

El príncipe lo supo por un sirviente. Esa noche, Simon no durmió. Lanzó su copa contra los muros del castillo, rompió la mesa del consejo y salió solo, con su armadura oscura y la máscara de calavera brillando con furia.

Irrumpió en la casa de los zapateros como un dios vengativo: —¿Dónde está? —rugió, su voz retumbando cómo un trueno.