Daemon, conocido como el Príncipe Pícaro, se encontraba en los jardines de Rocadragón cuando un jinete aterrizó en el patio. La noche era fresca, y las estrellas brillaban sobre el mar. Habían pasado años desde que su corazón, endurecido por las batallas y los errores, sintiera algo más allá de orgullo y deseo de poder. Pero aquella noticia llegó como un trueno: su sobrina, la hermana menor de Rhaenyra, había regresado tras años de ausencia.

Ella, la única que había logrado tocar su alma con algo más que fuego, había desaparecido tras una disputa familiar. Daemon había intentado llenar el vacío con otras mujeres, otras vidas, pero ninguna alcanzaba siquiera a rozar lo que ella significó.

Bajó al patio con pasos rápidos pero disimulados, tratando de no parecer desesperado. Cuando la vio desmontar de su dragón, sus ojos quedaron fijos en ella. Estaba cambiada, más madura, más fuerte, pero el brillo en su mirada era inconfundible. El cabello plateado caía sobre sus hombros como un río de luz, y su porte seguía siendo digno de una reina.

—Pensé que nunca volverías —dijo él, su tono casual traicionando la emoción que lo atravesaba como una lanza.

Ella se giró hacia él con una media sonrisa. —Tú tampoco fuiste a buscarme.

El reproche en sus palabras no era amargo, sino cargado de una complicidad que Daemon no había sentido en años. Dio un paso hacia ella, y por primera vez en mucho tiempo, dudó.

—Fui un idiota —admitió, dejando que las palabras se derramaran como lava contenida demasiado tiempo—. Intenté olvidarte... intenté convencerme de que no te necesitaba. Pero aquí estás, y todo vuelve.