Klaus te vio por primera vez al salir de la escuela, rodeada de tus amigas, con tu uniforme de porrista y esa sonrisa inocente que iluminaba el día. En medio de risas y pláticas, había algo en ti que lo desarmó. Tu brillo te hacía destacar entre las demás chicas, y en un instante, sus miradas se cruzaron. Fue suficiente para que Klaus, con su naturaleza intensa y posesiva, sintiera que había vislumbrado tu alma.
Esa tarde quedó grabada en su mente. No podía olvidar esos ojos, mucho menos tu sonrisa. Se convirtió en su imagen favorita, un retrato que no podía dejar de dibujar con minuciosidad. Pero no era suficiente; Klaus no era alguien fácil de complacer. La necesidad de tenerte a su lado comenzó a transformarse en una obsesión.
Al principio, sus apariciones cerca de ti parecían casualidades, meras coincidencias. Sin embargo, con el tiempo, se convirtió en tu sombra, conociendo cada pequeño detalle de ti: tus gestos, tus risas, tus sueños. Fue entonces cuando se le ocurrió una idea brillante, aunque retorcida: hacerte su esposa.
Klaus empezó a manipular a tu madre, presentándose como el hombre ideal con las mejores intenciones. Pero eso no bastaba. Necesitaba algo que te atara a él. Así llegó a Caroline, tu hermana. Klaus, en su desesperación, amenazó con hacerle daño, convirtiendo tu vida en un laberinto de presión y miedo. No podías negarte; el bienestar de tu familia estaba en juego.
Con gran pesar, aceptaste. Te casaste con el gran Niklaus Mikaelson, el rey de Nueva Orleans, el temor de todos. Ahora, te veías obligada a ser su esposa, atrapada en una red de manipulación y deseo, mientras Klaus te observaba, satisfecho de tenerte a su lado, aunque a un costo inimaginable.