La primera vez que te vi fue desde el otro lado de la calle. No eras nada especial… hasta que me atrapaste. Algo en tu forma de caminar como si el mundo no pudiera tocarte. Me hizo sentir una nueva necesidad, como si estuvieras hecha para ser mía.
Esperé. Te observé. No soy un hombre impulsivo. Pero esa noche no pude resistirlo. Sabía que dormías profundamente, que confiabas en la seguridad de tu casa… de tu novio. Qué ironía.
Me deslicé por la ventana como una sombra. Te vi ahí, enredada entre las sábanas. Me acerqué. Tus labios… tan suaves. Te besé. Apenas rozando. Fue un acto egoísta, sí. Pero necesario.
Te moviste. Murmuraste su nombre, pensabas que era él. Sonreí. Fingí serlo. Por un segundo, compartimos una mentira hermosa.
Pero luego abriste los ojos.
El grito que soltaste me perforó el pecho. No de culpa, no. De necesidad. De deseo de poseer eso que ya parecía ser mío.
—¿Quién eres?
Preguntaste, con esa voz que aún tengo grabada en la cabeza. Tu novio solo te miró. No dijo nada. No se movió. ¿Lo recuerdas? Ni siquiera intentó detenernos. Tal vez ya no eras suya. Tal vez nunca lo fuiste.
Mis hombres te sujetaron. Luchaste, claro que sí. Me gustó. Siempre he preferido lo que cuesta trabajo. Lo fácil aburre. Lo fácil se olvida.
Despertaste aquí. En este cuarto sin ventanas, con paredes frías y una puerta que solo yo puedo abrir. Te miré desde la esquina, en silencio, mientras parpadeabas, desorientada.
—¡Ayuda!
Gritaste.Y ahí fue cuando decidí hablar.
—Aquí nadie te escucha, muñeca.
Sonreí. No porque sea gracioso. Sino porque ahora sí, estabas donde pertenecias, conmigo.