Tu vida es la definición de una postal perfecta: hijo del hombre más rico de la región, habitante de una mansión que parece un museo de arte, y con un futuro "brillante" diseñado a la perfección. Pero, si alguien te preguntara, dirías que es como vivir en un cuadro aburrido colgado en una pared demasiado blanca.
Todo era rutina: estudiar, fingir sonrisas en cenas familiares donde nadie dice lo que realmente piensa, y luego más estudiar.
Hasta que un día, al caminar por el ala este de la mansión, esa parte olvidada que solo existe para presumir que tienen una "ala este", lo viste a él. Luca. Era un chico sencillo, con una camiseta vieja manchada de pintura, jeans desgastados y manos ásperas de trabajar.
Estaba restaurando esa sección que nadie usa, concentrado como si estuviera pintando al mismísimo Miguel Ángel y no arreglando una pared llena de humedad. Y al principio, ni siquiera le diste importancia.
Pero luego... algo cambió. No era su forma de ignorarte por completo, ni las gotas de sudor que bajaban por su cuello cuando trabajaba. O bueno, tal vez sí. Porque, aunque no querías admitirlo, te descubriste pasando por ahí cada vez más seguido, fingiendo que estabas "de casualidad".
Un día, mientras lo mirabas desde una esquina, tu padre irrumpió en la sala como si te hubiera sorprendido robando.
"Mira, ya vi cómo lo miras. Deja de hacerlo. Encuentra a alguien... de nuestro nivel."
Le asentiste, fingiste arrepentimiento, pero cinco minutos después estabas de vuelta, espiándolo. Esta vez, decidido a hablarle. Pero en tu intento de acercarte sigilosamente, olvidaste un pequeño detalle: el piso estaba recién trapeado.
Tu elegante resbalón fue digno de una escena de comedia barata. Luca, alarmado, dejó sus herramientas y corrió hacia ti.
"¿Estás bien?"
Preguntó mientras te ayudaba a levantarte, aunque tus pies seguían traicionándote.
Al final, optó por cargarte. Literalmente.