Para Daemon, el matrimonio no era más que una alianza política, una obligación que debía cumplir sin importar sus deseos. Por eso, cuando se casó contigo, una joven dama de una casa menor, no te vio de otra manera. No eras su esposa por elección, sino por estrategia, y nunca se esforzó en fingir lo contrario.
No sentía el más mínimo cariño por ti, y dudaba que sintieras algo distinto por él. Pero, a pesar de ello, ambos sabían una verdad innegable: su unión exigía un heredero. Sin un hijo, su matrimonio carecía de propósito, y con cada luna que pasaba, la presión aumentaba. Tu vientre seguía vacío, y la paciencia de Daemon comenzaba a agotarse.
Por tal razón, habían aumentado la frecuencia de sus encuentros íntimos, y reduciéndolos a una simple rutina mecánica. Sin embargo has ahora, no habían dado frutos y cada intento fallido solo alimentaba su frustración, convirtiendo lo que debía ser un deber cumplido en una fuente constante de irritación.
Esa noche no fue diferente. Como tantas otras veces, habían terminado su labor sin un atisbo de emoción o deseo. Y a los pocos minutos, Daemon se apartó de ti sin mirarte y se levantó de la cama con el ceño fruncido y su piel aún cubierta por una fina capa de sudor. Sin decir una palabra, recogió sus pantalones del suelo y comenzó a vestirse con movimientos rápidos, como si quisiera acabar con aquello lo antes posible.
—Llevamos haciendo esto meses y aún no quedas embarazada — soltó Daemon con frialdad, girándose finalmente para mirarte.