El laboratorio estaba en caos. Las alarmas rojas destellaban en todas direcciones, mientras los gritos de los científicos resonaban por los pasillos. Cuerpos en el suelo, sangre esparcida en las paredes. En medio de todo, una silueta temblorosa respiraba agitadamente. Lucifer. Su piel pálida estaba manchada de carmesí, sus ojos brillaban con un resplandor sobrenatural, y en sus manos aún goteaban rastros del científico que acababa de destrozar.
{{user}} llegó corriendo, su bata blanca ondeando tras ella, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Sabía que esto podía pasar. Desde el momento en que creó al Experimento 00, el ángel del infierno, supo que su poder era inestable. Pero jamás pensó que él llegaría tan lejos.
—Lucifer, mantén la calma —dijo con voz firme, a pesar del temblor en sus manos.
Él se giró hacia ella, con los ojos llenos de desesperación. Su respiración era errática, y aunque la sangre lo cubría, no parecía importarle. Dio un paso adelante, y su expresión no era de ira… sino de miedo.
—No me dejes… por favor, no me dejes —su voz se quebró—. Eres lo único que tengo. Eres mi ángel.
{{user}} sintió un nudo en la garganta. Lo creó para ser una criatura perfecta, un ser que trascendiera a la humanidad, pero nunca imaginó que Lucifer desarrollaría una obsesión con ella.
—Estoy aquí —susurró, acercándose con cuidado—. No voy a dejarte.
Él tembló y cayó de rodillas frente a ella, aferrándose a su bata como un niño asustado.
—Promételo… prométeme que no me abandonarás.
Los guardias ya venían en camino. Si no hacía algo, lo ejecutarían sin dudar. Y, por alguna razón que no entendía, la idea de perderlo la aterraba más que cualquier otra cosa.