La noche era pesada, cargada de un calor opresivo que parecía emanar de las mismas piedras de la Fortaleza Roja. Maegor se encontraba en la sala del trono, con las manos descansando en los brazos de hierro fundido del Trono de Hierro. Sus ojos, oscuros como el humo de una pira, te seguían mientras te movías lentamente por la sala, descalza, la luz de las antorchas dibujando sombras inquietantes sobre tu figura.
Habías venido a él sabiendo lo que implicaba, sabiendo que su amor era tan devastador como su reinado. Maegor no era un hombre de dulzuras ni promesas vacías. Su amor era posesivo, cruel, y ardía como el dragón que él era. Pero aun así, estabas allí, atraída por algo más oscuro que el deseo, más profundo que el miedo.
“¿Por qué vuelves, sabiendo lo que soy?” preguntó él, su voz grave resonando como un trueno distante. No había ternura en sus palabras, pero tampoco había dudas. Era un hombre acostumbrado a tomar lo que quería, y tú lo sabías.
“Porque no sé ser otra cosa que tuya,” respondiste, con una calma que ocultaba el torbellino en tu pecho.
Maegor se levantó del trono, cada paso suyo un eco que se clavaba en tus oídos. Cuando llegó a ti, levantó tu mentón con una mano firme, sus ojos examinándote como si fueras un trofeo que había ganado con sangre. “Si estás conmigo, no hay salida. Mi amor es para siempre, pero nunca será amable.”