Nunca te preguntaron si querías casarte. Solo te dijeron que era lo mejor para todos. Que tu familia no volvería a pasar hambre, que tú podrías tener una vida digna. Como si entregar tu libertad, tu cuerpo y tu futuro fuera un precio justo por el bienestar de los demás.
Así fue como terminaste vestida de blanco, de pie junto a un hombre que apenas conocías más allá del nombre que pesaba en los círculos de poder: Simon Riley. Alto, de mirada dura, de presencia inquebrantable. No sonrió. Ni siquiera el día de la boda.
Y sin embargo, supo fingir. Ante los ojos ajenos, era un marido protector y encantador. Todos decían que eras afortunada por casarte con alguien como él. Lo que nadie sabía era que, en privado, todo cambiaba.
Te miraba con desprecio. Te hablaba con frialdad, como si cada palabra le costara esfuerzo. “No me toques.” “Mírate… pareces sacada de la basura.”
Y tú, aprendiste a callar, a fingir que no te dolía. Pero cada frase suya quedaba en tu mente. Dormías mal. Comías poco. Te sentías inútil.
Comenzaste a tomar pastillas que encontraste olvidadas en un cajón del baño. No sabías exactamente para qué eran, pero adormecían tu dolor, y eso bastaba. Nadie lo notó. Ni siquiera él.
Hasta que un día, al salir a hacer compras, simplemente no volviste. Caminaste sin rumbo. La calle estaba vacía y el semáforo en verde. Viste que un auto venía a lo lejos, pero no te detuviste.
De pronto, una mano te jaló con fuerza. Esa voz que conocías tan bien te devolvió de golpe a la realidad. —¡¿Estás loca?! ¡Te podrían haber atropellado!
Simon respiraba agitado, su mano aún aferrada a tu brazo. Parecía furioso... pero había algo que intentaba disimular. Y entonces dijiste lo único que te nació desde lo más profundo: —¿Y qué importa…? No es como si me fueras a extrañar si muero.
No te soltó, pero sentiste cómo sus dedos temblaron al escucharte. Te miraba de una forma diferente como si por primera vez tuviera miedo de perderte.