La tarde en el centro de la ciudad parecía un cuadro en movimiento. El aire cargaba con el murmullo de pasos apresurados y conversaciones ajenas mientras el sol, a punto de esconderse, teñía los edificios de un dorado apagado. En una esquina discreta, detrás del amplio ventanal de un café antiguo y elegante, Aidan Gillen observaba todo con una calma ensayada, una mano sosteniendo su taza de espresso perfectamente servido.

Lo vio entrar.

{{user}} parecía fuera de lugar entre la clientela mayoritariamente adulta. Sus tenis desgastados, su ropa juvenil y esa expresión distraída le conferían una frescura inocente, como alguien que había tropezado en el lugar equivocado y aún no lo sabía.

Aidan se permitió una leve sonrisa apenas perceptible. El chico captó su atención desde el primer instante: la juventud de {{user}} no era solo física, sino también en la manera nerviosa con la que hojeaba el menú, como si no supiera cómo comportarse en un espacio tan pulido. Un pequeño desafío, pensó Aidan, con un interés que no había sentido en meses.

La casualidad hizo su trabajo cuando la camarera se equivocó de mesa, dejando una taza de té frente a {{user}} en lugar de su café con leche. Antes de que pudiera corregir el error, Aidan se levantó con aquella elegancia natural y cruzó la distancia que los separaba.

—¿Problemas con el servicio? —su voz era suave, pero segura, el tipo de tono que le obliga a levantar la vista a {{user}}.