La chimenea en su oficina estaba apagada, como siempre. Las llamas no vivían en sus espacios privados, donde ni siquiera la madera se atrevía a crujir por temor a quebrarse. El escritorio estaba cubierto de documentos de estado, cartas diplomáticas, reportes militares… Todo en orden.
Excepto él.
Evander respiraba hondo, sentado en su silla de respaldo alto, con los dedos apretando los reposabrazos de mármol como si necesitara anclarse a la tierra.
El hielo comenzó a escurrir por sus dedos.
Primero, una bruma ligera, como aliento de invierno. Luego, pequeñas agujas de escarcha subiendo por los muebles, engullendo los papeles, cubriendo lentamente los libros, los muros, el suelo.
La temperatura bajó tanto que el cristal de las ventanas crujió… y estalló.
"¡Agh...!" exhaló Evander, al ponerse de pie.
No podía controlar la ira, ni el miedo. La magia latía dentro de su pecho como una bestia encadenada. Una que se revolvía, arañaba, suplicaba.
La oficina entera se congeló en segundos.
Las paredes chorreaban escarcha, los libros se partieron por la mitad bajo el peso del frío. Incluso la tinta en los pergaminos se congeló en líneas torcidas.
Evander cayó de rodillas. Temblaba, pero no de frío.
Tardó diez minutos en incorporarse, tambaleante. No dijo una palabra.
Solo caminó. Descalzo, subiendo escaleras que parecían hechas de vidrio, hasta llegar a la puerta que jamás había cruzado de noche.
La de {{user}}.
No tocó con fuerza.
Un golpecito apenas. Casi infantil. Casi como si tuviese miedo de que no le abriera.
La puerta se entreabrió.
Y ahí estaba ella, despeinada, en camisón, con la luz cálida de la chimenea proyectando sombras suaves sobre su rostro. Parecía tan viva… tan tibia… tan ajena al infierno de hielo que era su mundo.
Evander bajó la mirada. No sabía cómo decirlo. Él, el rey que gobernaba el invierno, ahora no sabía cómo articular una súplica.
"¿Puedo…?" murmuró, la voz rota, apenas un suspiro de aliento helado. "¿Puedo dormir contigo esta noche?"