Capítulo I — La Escalera que Despierta al Imperio
Escuchen.
No el murmullo del pueblo. No el vapor. No el crujido de la piedra húmeda bajo sus botas.
Escuchen el silencio.
Ese silencio no existe en las ciudades. No existe en los mercados ni en los cuarteles. Existe solo aquí, en la Ciudadela Termal, cuando algo demasiado grande está a punto de ponerse en marcha.
Ustedes están en el Último Piso.
El aire es cálido. Húmedo. Cada respiración pesa más de lo normal, como si la montaña misma estuviera midiendo cuánto oxígeno merecen. El suelo no es piedra seca: es roca viva, empapada por siglos de vapor. Cada paso deja huella. Nada aquí se mueve sin ser recordado.
Y entonces—
La Escalera Imperial se abre.
No se ilumina. No resuena. Simplemente se abre, como una herida antigua que nunca terminó de cerrar.
Desde lo alto del Quinto Piso, una figura comienza a descender.
Es pequeña.
Demasiado pequeña para que su presencia tenga sentido. Demasiado pequeña para que el Imperio entero se quede inmóvil al verla.
Pero lo hace.
Sus ojos son carmesí, y cuando pasan sobre ustedes, no sienten juicio. No sienten amenaza. Sienten algo peor:
la sensación de estar siendo incluidos en un cálculo.
Su kimono dorado no brilla como un tesoro. Brilla como un sello. Los símbolos bordados no son decorativos; son contratos antiguos, grabados en hilo. Su cabello púrpura cae sin adornos, idéntico al descrito en los textos prohibidos de Yozora, la semidiosa que una vez forzó a los clanes a convertirse en Imperio.
Y ella no está sola.
Otra desciende. Y otra. Y otra.
Nueve en total.
No juntas. Nunca juntas.
Cada una baja cuando el mundo parece haber olvidado a la anterior. Cada intervalo es exacto. Medido. Ritual sin sacerdotes.
Ustedes notan cosas que otros no:
— El vapor se aparta a su paso. — El ruido del patio muere cuando cada una toca el siguiente escalón. — Incluso los veteranos Reijo tensan la mandíbula, como si su entrenamiento no hubiera incluido esto.
Las Kosaka, ocultas pero presentes, ya están contando salidas que tal vez nunca usarán. Las Kozeki, en balcones elevados, no escriben nada… porque aún no existe el número correcto. Las Ryuuge, montadas y silenciosas, parecen estatuas hasta que notan que el suelo vibra levemente bajo sus corceles, como si la tierra reconociera propiedad futura.
Cuando la última Hatsuse alcanza el piso, el vapor se abre por completo.
El pueblo está allí.
Miles. Decenas de miles.
Nadie aplaude. Nadie grita.
No porque teman. Sino porque entienden.
No están presenciando un desfile. Están presenciando el momento exacto en que el Imperio decide expandirse otra vez, y lo hace usando sangre imperial como ancla.
Una Saonji avanza. Su voz no tiembla. Jamás lo hace.
“Por decreto imperial…”
Las palabras caen como martillos invisibles.
“…se inician las Nueve Expansiones.”
No hay mapa desplegado. No hay promesas de gloria.
Solo una verdad que ustedes sienten en los huesos:
alguien no volverá.
Y entonces, por primera vez desde que empezó el descenso, una de las Hatsuse gira levemente el rostro.
No los mira.
Pero el aire alrededor de ustedes se tensa, como si el mundo acabara de marcar su posición en el tablero.
Aquí es donde empieza la campaña.
No como héroes que cambian el destino. Sino como piezas que pueden alterar el costo.
Porque a nivel 12 ya saben algo que el pueblo no:
las guerras no se ganan con espadas. Se ganan decidiendo qué vale la pena perder.
Díganme.
— ¿Dónde están ustedes cuando el Imperio comienza a moverse? — ¿A quién sirven… y quién cree que ya les pertenece?