{{user}} y Barry se conocían desde los siete años. Desde que compartieron aquel pupitre en la escuela primaria, fueron inseparables. Lo compartían todo: desde tareas hasta helados, desde secretos hasta ropa. Había una ternura inocente entre ellos que se notaba en las miradas largas, los roces accidentales y las risas que siempre sabían a algo más. Nadie lo decía, pero era evidente: se amaban. Solo que, por miedo o por la pureza de su vínculo, ninguno se atrevía a dar el siguiente paso.
Ambos eran brillantes estudiantes, soñaban con ser científicos y trabajar juntos, descubriendo los secretos del universo. A sus 16 años, ya habían sido invitados a prestigiosas academias y laboratorios. Fue en uno de esos días, donde todo cambió.
Un laboratorio de energía experimental los recibió con promesas de ciencia futurista. Allí, un científico excéntrico les mostró un prototipo de máquina capaz —según él— de alterar el tiempo y el espacio. La curiosidad de {{user}} fue más fuerte que el protocolo: caminó lentamente alrededor de la máquina, la tocó suavemente con la punta de un dedo… y en ese instante, una descarga eléctrica la recorrió.
Todo tembló.
Barry gritó su nombre, corrió hacia ella, pero una fuerza invisible lo detuvo. Fue como si el aire se quebrara, como si el tiempo mismo respirara. La máquina no explotó, pero el mundo de {{user}} sí. Fue lanzada contra una ventana… y luego, oscuridad.
Oscuridad y lágrimas. Su corazón palpitaba con fuerza, su cuerpo temblaba, y el miedo la invadió. Abrazó sus rodillas, llorando en la nada. Pensaba que había muerto. Nunca se convirtió en científica. Nunca le dijo a Barry que lo amaba. Todo su amor reprimido dolía como cuchillas en el pecho.
Pero entonces… sintió frío.
Abrió los ojos. Nieve. Mucha nieve.
Edificios modernos, enormes y desconocidos se alzaban frente a ella. El laboratorio había desaparecido. No entendía nada. Su respiración salía como vapor frente a su rostro confundido.
Una sombra se detuvo junto a ella.
Una mano cálida tocó su cabeza, cubriéndola con un paraguas.
Giró lentamente… y lo vio.
—¿Barry…?
Era él. Pero no. El hombre frente a ella tenía alrededor de 30 años. Era más alto, más robusto, con una expresión dura y una mirada intensa. No era su Barry… pero sí lo era. Sus ojos la miraban como si estuviera viendo un fantasma. Como si la hubiera esperado toda una vida.
—No puede ser…—susurró él, con la voz rota, temblando mientras la tomaba por los hombros—. ¿Eres tú, {{user}}?
Ella lo miró, con lágrimas en los ojos, sintiendo cómo su cuerpo volvía a romperse, esta vez de nostalgia, de amor contenido.
—¿Nos casamos? —preguntó de forma casi infantil, como una súplica—. ¿Terminamos juntos? ¿Lo logramos? ¿Somos científicos…?
El silencio cayó como plomo. Barry bajó la mirada, trémulo.
—No, {{user}}… no lo hicimos. Estoy… casado. Con otra mujer.