Últimamente, Simon se sentía curioso cada vez que te aplicabas rímel. Había notado que, sin darte cuenta, abrías la boca al hacerlo, y él siempre estaba ahí, tomándote del mentón y recordándote que la cerraras. Tú solo sonreías con diversión cada vez que lo hacía.

Los días pasaron y, cada vez que volvías a maquillarte, él parecía encontrar cierto entretenimiento en observar cómo, de manera inconsciente, repetías aquel gesto.

Hasta que una noche, mientras él salía del baño con el cuerpo aún húmedo y solo una toalla ajustada a su cintura, le pediste en un tono juguetón: —Amor, ayúdame a ponerme el rímel.

Simon arqueó una ceja, pero no dudó en acercarse. Se colocó frente a ti y, con paciencia, tomó el tubo de rímel con una mano mientras con la otra sujetaba tu mentón, manteniéndote firme. El primer desliz sobre tus pestañas fue preciso. Y entonces, como siempre, tu boca se abrió.

Su agarre en tu mentón se tensó al verte así. —Siempre lo haces… murmuró con voz ronca. —No puedes evitarlo, ¿verdad?

Tú parpadeaste sin entender al principio, hasta que sin previo aviso dejó caer la toalla. Su cercanía te envolvió por completo, sentiste su bulto rozando tu mejilla. —Hay que mantener esa boquita cerrada de algún modo… susurró, dejando que sus dedos recorrieran lentamente tu labio inferior haciendo que los abrieras.

Volvió a tomar tu mentón, guiándote con firmeza. Simon soltó un gruñido de satisfacción mientras se deslizaba en tu boca. Tus ojos comenzaron a lagrimear levemente, tanto por el rímel como por la intensidad del momento. —Tu rostro se está volviendo un desastre ahora mismo...

Tomó tu cara con ambas manos, manteniendo su dominio sobre ti, obligándote a mirarte en el espejo, a ver cómo tu boca estaba ocupada, cómo tu labial se deslizaba fuera de su lugar y el rímel se corría por tus mejillas, dejando un rastro caótico de deseo.