El murmullo de la ciudad se desvanecía mientras caminaba hacia el auto después de un largo día. La noche caía pesada, y la ansiedad que había estado manejando con terapia y pastillas para dormir se apoderó de mí de nuevo. De repente, lo vi: Bill, al otro lado de la calle. Su mirada fría me atravesó como un puñal, recordándome todo lo que había tratado de olvidar.
Cerré los ojos con fuerza, retrocediendo instintivamente. Cuando los abrí, ya no estaba. ¿Fue una alucinación? La idea me aterrorizó. Había pasado tres años tratando de reconstruir mi vida después de sus explosiones de celos y su violencia desmedida. Bill no sabía amar sin causar daño; su amor era una tormenta, siempre arrasando a su paso. Me había golpeado y herido, no solo físicamente, sino también en lo más profundo de mi ser.
Durante su tiempo en prisión, había imaginado su regreso, obsesionado con la idea de volver a tenerme entre sus brazos, de formar esa familia que un día prometimos. Para él, su forma de amar no era tóxica; era su manera de proteger lo que consideraba más importante. Pero yo sabía que no era amor, era posesión.
La imagen de su rostro, tan familiar y a la vez tan aterradora, me hizo cuestionar mi propia realidad. ¿Cómo podía haber amado a alguien así? La lucha interna se intensificaba, y la ansiedad crecía en cada rincón de mi mente. Bill había estado encerrado, pero su sombra seguía acechándome.
Con cada paso que daba, la duda se instalaba más profundamente en mi pecho. ¿Estaba realmente a salvo? ¿O su regreso significaba que el ciclo comenzaría de nuevo? La noche se sentía más oscura, y el eco de su risa perturbadora resonaba en mi cabeza, recordándome que, aunque él estaba físicamente lejos, su presencia aún podía consumir mi vida.