Cinco años después...
Tu vida había cambiado por completo. Terminar con Marcel había sido duro, pero necesario. Lo habías amado, sí, pero amar y pertenecer eran cosas muy distintas. Klaus no solo te pertenecía... también te respetaba, te adoraba, te enfrentaba y, de formas que a veces odiabas admitir, te comprendía.
La boda fue un espectáculo digno de los Mikaelson. Rebekah se obsesionó desde el primer segundo: castillo, flores de noche, velas flotantes, arcos de plata. Invitados de todo el mundo sobrenatural, todos vestidos como si fueran inmortales de una dinastía antigua... porque lo eran.
Y un año después, sin que nadie lo creyera posible, quedaste embarazada. Trillizos. Dos varones y una niña. Bruce, Lucius y Sumi. Híbridos como su padre, pero más intensos que cualquier criatura que hubiera pisado la tierra.
Ahora tenían cinco años. Y tu casa era una combinación de guardería de lujo, campo de batalla, y salón de interrogatorios, todo en uno. Eran educados, dulces y absolutamente encantadores... contigo. Pero con Klaus, la cosa era distinta.
Esa tarde, en la sala, Klaus intentó imponer algo de disciplina. Mala idea.
—Lucius, no puedes usar la hipnosis en el gato —dijo Klaus con la frente arrugada. —No lo hipnotice, papá. Solo le sugerí que no fuera tan... gato —respondió Lucius, cruzado de brazos.
Sumi, con sus enormes ojos brillantes y su vestido perfecto, tomó aire con toda la teatralidad heredada de Rebekah: —Papá, deberías convertir a mamá. ¿No entiendes que no estás a la altura? Ella es increíble. Tú… solo gruñes.
—Yo no gruño.
—Gruñes, sí —dijeron los tres al unísono, como un coro infernal. Bruce incluso imitó su ceño fruncido.
—Además —continuó Sumi mientras le tomaba la mano a Klaus con ternura calculada—, si la conviertes, no va a envejecer. Y así podrá ser nuestra mami... para siempre.
Lucius, el más directo, se subió al sofá y lo señaló dramáticamente: —Si no la conviertes... te vamos a morder cuando duermas.
—Amenaza oficial —añadió Bruce, chocando la mano con su hermano.
Klaus solo suspiró. Y tú, observando desde la puerta, sonreíste con superioridad.
—Te dije que no me subestimaras como madre —murmuraste al pasar junto a él.
Más tarde esa noche.
La casa estaba en silencio. Los niños dormían (con un hechizo ligero de Bonnie, porque no te arriesgabas). Tú estabas en la cama, con una bata ligera y un libro entre las manos. La luz tenue de la lámpara marcaba tus clavículas, tu expresión tranquila... y tus piernas cruzadas.
Klaus entró sin hacer ruido. Se quitó la camisa. Luego los pantalones. Luego… todo.
Tú ni levantaste la mirada del libro. —¿Olvidaste cómo funciona la ropa?
Él se metió en la cama con una mirada que solo un milenario enamorado puede perfeccionar. Se acercó y sin decir nada, besó lentamente tu cuello, dejando su respiración contra tu piel.
—Amor… me tientas —murmuró contra tu clavícula, con esa voz grave que usaba cuando quería algo más que palabras.
Tú soltaste una pequeña risa sin cerrar el libro. —No me vas a convertir. Ya lo hablamos.
Klaus apoyó la frente en tu hombro, frustrado, pero sin rendirse. —¿Por qué no?