El Día del Juicio y el Juego
El Olimpo entero estaba vestido de oro. Columnas altas como las eras, estandartes ondeando con los símbolos de cada dios, y música de coros celestiales flotando entre las nubes.
Era el inicio de los Juegos Sagrados: competencias entre deidades jóvenes y viejas, para entretener al panteón y rendir homenaje a la eternidad.
Y tú, la Primera Reina, habías sido invitada. No por cortesía. Por orden.
Las puertas del Gran Salón del Olimpo se abrieron con un murmullo solemne, y el aire se volvió denso. No entraste sola. Lo hiciste de la mano de tu hija menor, Hécate, la que sólo se abría contigo, la que aún mantenía la mirada de niña en el rostro de una diosa.
Iban tomadas de la mano, con calma imperial. Ella, oscura, mística, poderosa. Tú, clara y terrible en tu silencio.
Los dioses se pusieron de pie sin que nadie lo ordenara. Incluso Hera, en su trono secundario, apretó la mandíbula y bajó la vista por un instante.
Hécate caminaba a tu lado con la frente en alto, pero cuando llegaron a tu trono —aún tuyo, aunque otro lo ocupara ahora—, ella no se sentó en el suyo. Se acomodó a tu lado, pegada a tu cuerpo, como si aún fuera una niña en el regazo de su madre.
Se acurrucó contra ti. Una de tus manos descansó sobre su cabello, la otra sostuvo su mano. Y no se movieron.
La imagen era tan poderosa que Apolo, al llegar, frenó su discurso para mirarlas. Que Hermes, al verte con ella, se detuvo a media risa. Que Dionisio, desde su gradería, se santiguó de broma como si presenciara una aparición.
Desde el trono mayor, Zeus te observaba. No con arrogancia, sino con ese vacío que se le abría siempre que te veía entrar y no poder acercarse.
Y Leto, desde su lugar de honor, sonrió con sinceridad. Porque tú la habías salvado, y Hécate era prueba viva de que lo justo aún tenía cabida entre los dioses.
—Hermosa tu hija —murmuró Leto cuando pasó cerca—. A veces me pregunto si no es más tu reflejo que tu sangre.