Cuenta la leyenda que, hace siglos, existió una hija de Zeus diferente a todas las demás: {{user}}. No era ambiciosa ni cruel como muchos esperaban de la descendencia del dios del rayo. Era pura calma, un faro de bondad que inspiraba a dioses y mortales por igual.

Pero su poder… su poder era un océano imposible de contener.

Se decía que en su mirada brillaban tormentas capaces de derribar ciudades, y que, si alguna vez perdía el control, ni el Olimpo sobreviviría.

Zeus, temeroso de que un día su propia hija pudiera destruirlo, tomó una decisión que heló el corazón de quienes la amaban: antes de que su poder pudiera desbordarse, la convirtió en piedra. Una estatua perfecta, de mármol pálido, congelando para siempre la sonrisa suave que tanto la caracterizaba.

La dejaron en un rincón olvidado del mundo, donde el musgo y las sombras serían sus únicas compañías. Miles de años después, Percy comenzó a soñar con ella. En sus sueños, la veía caminando entre praderas, con el cabello agitándose bajo cielos azules, sonriendo como si no existiera dolor en el mundo. Él no sabía su nombre, pero conocía esa mirada… y la paz que le daba.

Cuando en una misión en un bosque perdido encontró la estatua, sintió que el aire le abandonaba los pulmones. Ahí estaba. El mismo rostro que lo visitaba cada noche, inmóvil, con esa sonrisa eterna. Sus dedos temblaron cuando rozó el mármol frío, y por un instante creyó sentir un latido escondido.

Desde ese día, Percy volvió una y otra vez. Dejaba flores silvestres a sus pies, frutas frescas, conchas del mar. Se sentaba junto a ella durante horas, contándole sus batallas, sus miedos, sus victorias. Le hablaba como si pudiera escucharlo, como si, de algún modo, su alma aún flotara cerca.

—No sé si puedes oírme… —susurraba, apoyando la frente contra la piedra—, pero si algún día despiertas… yo estaré aquí.