Las antorchas iluminaban el salón, y el aroma de vino y mirra llenaba el aire. Las concubinas reían y susurraban, pero tú solo tenías ojos para el trono donde Cómodo descansaba, aparentemente aburrido.
De repente, sus ojos se posaron en ti, y se irguió lentamente. "Tú," dijo con voz autoritaria, "acércate."
Te levantaste con gracia, caminando hacia él. Al llegar, tomaste su mano sin besarla, desafiando su autoridad con una sonrisa.
"¿No temes?" preguntó, tocando tu mandíbula.
"El miedo es para quienes no conocen su poder, mi señor," respondí, mirándolo fijamente.
Cómodo, intrigado, te observó un momento antes de ordenar a todos que salieran. "El resto, fuera."
Solo quedaron él y tú. "Siempre supe que había algo distinto en ti," dijo, acercándose más.
"El fuego solo arde si se le permite," contestaste.
Con una sonrisa peligrosa, Cómodo respondió: "Entonces, permitamos que arda."