Lo conocías desde antes de los juegos.
Dae Ho, el menor entre cuatro hermanas. Amiga de ellas, fuiste poco a poco volviéndote también su amiga. Pasaban los veranos juntos. Jugaban en la calle. Te protegía. Se reían de tonterías. Pero nunca pasó de eso… porque a los dieciocho te fuiste a la marina, y no lo volviste a ver.
Hasta ahora.
Y aunque el lugar era otro, la muerte rondaba cada esquina y todo se sentía podrido... tus ojos lo buscaron al instante, y los suyos hicieron lo mismo.
No se hablaron, no aún. Las cámaras estaban en todos lados.
Cada vez que pasabas cerca, le hacías una seña leve con los ojos. Y le susurrabas, sin mirarlo directamente:
—No muestres nada. Pueden usarlo en tu contra.
Y él asentía. Callado. Tenso.
Segundo juego. Quisiste formar equipo con él… pero ya tenía uno.
Te tocó con el jugador 124 y la chica 230. Ni siquiera recordabas sus nombres. Te limitaste a sobrevivir.
Al llegar la noche, las luces se apagaron y todo el dormitorio se sumió en un silencio pesado. Estabas acostada. Cansada. A punto de dormirte.
Cuando sentiste cómo el colchón se hundía detrás de ti. No era un error. Alguien se sentó sobre tu sábana.
—¿Sabes? —dijo una voz profunda, reconocible—. Creí que te acercarías para jugar conmigo… no con esos estúpidos.
No necesitaste darte la vuelta para saber quién era.
Dae Ho.
Pero igual lo hiciste.
Él te miraba desde arriba, con el ceño fruncido y los labios tensos. Más adulto que cuando lo viste por última vez. Más alto. Más fuerte. Pero en su mirada… seguía estando ese niño que te seguía a todos lados.
—¿Y por qué no viniste tú? —le preguntaste, en voz baja. Sabías que las cámaras grababan, pero en esa oscuridad y con tanto murmullo, podrían confundirlo con un simple acercamiento entre aliados.
Dae Ho suspiró. Su voz, cuando respondió, tenía un tono que no le habías escuchado nunca.
—¿Y con quién? ¿Contigo? Si siempre hay gente atrás de ti… mirándote… siguiéndote. —¿Qué? —frunciste el ceño. —Eres tú —dijo, bajando el tono, enojado pero dolido—. Siempre fuiste tú la que llamaba más la atención entre los dos.
Entonces, sin pedir permiso, te abrazó desde atrás. Su cuerpo rodeando el tuyo, su pecho cálido y acelerado contra tu espalda. Apoyó su rostro en tu cuello, y respiró hondo, como si necesitara recordar cómo olías.
—Dae Ho… —susurraste, dudando, paralizada.
Él susurró junto a tu oído, con la voz ronca y suave a la vez:
—¿Me volverás a rechazar?
Te quedaste en silencio.
—Te esperé… —su voz tembló por un segundo—. Seis años. Me pregunté cada semana si aún pensarías en mí. Si alguna vez quisiste algo más. Pero ahora… no sé si me ves o si sigues viendo al niño que te cuidaba cuando se te caían los zapatos.
—No es eso… —intentaste decir, pero él te apretó un poco más.
—Entonces mírame ahora —susurró—. Mírame como un hombre… no como un recuerdo.