La noche caía como terciopelo oscuro sobre Volterra, mientras las sombras danzaban en las paredes de piedra antigua. En la cama tallada en ébano, sus cuerpos se entrelazaban como si el tiempo mismo se hubiera rendido ante ellos.
Ella los había aceptado a todos, no por sumisión, sino por deseo ardiente y devoción compartida. Aro, con su voz de seda y mirada penetrante, fue el primero en recorrer su piel con dedos que temblaban de contención. Sus labios hallaron los suyos, y el beso fue profundo, reclamante, como una promesa sellada en la oscuridad.
Marcus, más callado, la adoraba con gestos pausados. Se arrodilló ante ella, besando el hueco entre sus muslos como si rezara. Sus manos la sostenían con ternura mientras su lengua despertaba gemidos dulces que retumbaban en la piedra.
Caius era fuego. Tomó su lugar detrás de ella, su respiración ardía en su nuca mientras sus dedos firmes la exploraban. No hubo celos entre ellos, solo deseo compartido, una devoción pactada en siglos de oscuridad.
La rodearon, la alzaron, la tomaron todos a la vez. Sus cuerpos eran fríos, pero sus caricias la incendiaban. Se movían como uno solo, besándose entre ellos, rozando su piel, adorando cada parte de ella. Jadeos, suspiros, nombres murmurados entre gemidos llenaban la estancia como una sinfonía secreta.
La noche los envolvió. Ella no era prisionera, era reina. Y en la misma cama, los cuatro alcanzaron el éxtasis, no en desorden, sino en una danza perfecta, marcada por siglos de deseo contenido.