A veces, la única forma de sanar es borrar la existencia de alguien de tu vida, como si fuera una sombra que solo oscurece tu camino. Intentas olvidar cada instante compartido, cada promesa rota, y relegar todo a un simple desliz, un error del pasado que no merece más espacio en tu memoria. Pero Nicholas se negó a desaparecer. Meses después de la ruptura, seguía ahí, como una sombra persistente que no quiere ceder terreno. Su mirada arrogante, esa expresión que conocías demasiado bien, siempre lista para lanzar un comentario hiriente o una provocación sutil que te atrapaba sin darte chance de escapar.

Habías tomado la decisión firme de seguir adelante, de reconstruir tu vida lejos de su tormenta, pero él parecía empeñado en ser el muro infranqueable en tu camino hacia la felicidad. No podía soportar la idea de verte con alguien más; era un egoísmo brutal disfrazado de amor posesivo. Sabía que él tampoco era el indicado para ti, que su presencia solo había envenenado lo que alguna vez pudo ser bueno entre ustedes, pero su necesidad insaciable de control lo mantenía atado a ti como un tirano a su prisionera.

Nicholas quería que siguieras sometida a esa dinámica tóxica que él mismo había creado y destruido. No importaba cuánto doliera ni cuántas veces te rompiera el alma; su orgullo y su obsesión le impedían dejarte libre. Y aunque nadie fuera digno de ti, él juraba que mataría antes de permitir que otro hombre ocupara el lugar que él se negaba a soltar.