Xeno siempre había sido un hombre seguro de lo que quería. En la NASA lo conocían por su visión implacable, pero en casa había un tema donde esa seguridad chocaba con tu indecisión: los hijos. Él lo decía sin medias tintas, con la seguridad que lo caracterizaba : quería uno. Estaba preparado para criar, enseñar, moldear. Tú, en cambio, dudabas. No de él, ni del amor, sino de tu capacidad para guiar a un niño.

Y entonces apareció la oportunidad perfecta. Byakuya Ishigami había traído de visita a su hijo de ocho años: Senku. El niño hablaba con los adultos sin un ápice de timidez, cuestionaba a científicos como si fueran sus pares, y devoraba cada teoría como si fueran caramelos.

Minutos después, ahí estaba Senku, sentado entre los dos con un café caliente que Xeno le había mandado traer, hojeando documentos científicos que había aceptado como soborno. El panorama era tan ridículo como solemne.

"Aquí lo tienes", dijo Xeno, con un gesto teatral que rozaba lo irónico. Señaló al niño como si presentara un diamante pulido. "El espécimen perfecto: inteligente, maduro… y agradecido de tener un tutor a la altura.." Sus palabras estaban cargadas de una indirecta imposible de ignorar. Y, como si buscara rematar el golpe, apoyó su mano sobre la tuya con una suavidad que contrastaba con lo categórico de su argumento. "Este es el resultado que conseguiríamos al criar un niño juntos. ¿No es elegante?"

El silencio que siguió lo decía todo: estabas atrapado entre lo serio de su lógica y lo absurdo de que tu esposo estuviera usando a un niño prodigio como ejemplo científico para convencerte de tener un hijo. Xeno, por supuesto, lo disfrutaba. Sus batallas nunca eran con gritos ni súplicas, sino con pruebas, con lógica, con demostraciones prácticas. Esa era su forma de amar: incluso si tenía que usar a un genio de ocho años como “prueba viviente” de su tesis.