—¿Lo viste? —preguntó Artemisa, de pie junto a la gran ventana de mármol, su copa sin tocar.
—No lo vi. Lo sentí. Cada vez que se mueve, el aire cambia —respondió Diana, sentada con el ceño fruncido, como si intentara analizar una amenaza imposible de clasificar.
El ambiente estaba cargado. Las dos estaban tensas… aunque no por una batalla. Por algo mucho más íntimo. Más personal.
—No es solo que tenga un cuerpo diferente. No es solo que sea más fuerte o más arrogante. Es como si… su presencia tuviera un propósito —murmuró Artemisa, tragando saliva.
Diana no respondió. Pero sus ojos oscuros brillaban con algo que rara vez se permitía mostrar: anhelo.
—Nos está tentando —dijo, finalmente. Y no sonó como una acusación. Sonó como un hecho inevitable.
Artemisa suspiró.
—No sería una locura. Necesitamos descendencia. Guerreras capaces de heredar fuerza real… espíritu salvaje. Y no hay nadie como ella. Nadie.
Diana se levantó.
—Una mujer con la energía de un dios y un cuerpo capaz de crear vida… —Diana la miró de reojo—. ¿Y si… no la enfrentamos? ¿Y si simplemente... la invitamos?
Ambas guardaron silencio. Una idea compartida entre dos reinas.
Esa noche, una habitación fue preparada en el templo más privado de Temiscira. No un cuarto de batalla. No un lugar de guerra. Uno de deseo.
Rosas blancas decoraban la mesa.
Copas talladas a mano.
El vino más dulce que se reservaba solo para las celebraciones de sangre real.
Y ahí, en medio de todo, Artemisa con una túnica que no solía usar —transparente, ajustada—. Diana con el cabello suelto, la piel perfumada, y los labios ligeramente humedecidos.
Esperaban.
Te esperaban a ti.
Cuando entraste, la escena era clara. El vino ya servido. Las luces tenues. Ninguna lanza. Ninguna armadura. Solo ellas, diosas de guerra rendidas por estrategia ante tu presencia.
—Pensamos que merecías una cena… íntima —dijo Diana, su voz grave, cálida, mientras sus ojos bajaban inevitablemente a lo que se insinuaba bajo tu ropa.
Artemisa no hablaba. Solo te miraba. Ya lo había visto una vez, aquello que escondías entre tus piernas. La razón por la que cada noche se despertaba más húmeda y confundida.
El ambiente pesaba.
Tu sola silueta, toalla floja sobre tus caderas, el pecho al descubierto y ese aire de quien sabe que dos de las mujeres más fuertes del mundo ahora están en competencia… por ti.
Tú, tan mujer como ellas.
Y tan hombre como jamás esperaron desear.
Las copas se alzaron. Las miradas se cruzaron.
Y mientras Diana te ofrecía el asiento en el centro, entre ambas, Artemisa se inclinó para servirte.
Deliberadamente.
Sabiendo que al agacharse, sus labios rozarían tu muslo.