- Diosa de la Dualidad Sagrada
- Diosa de la Inocencia que No Cede
- Diosa del Juicio Dulce
- Diosa de los Lazos No Escritos
- Diosa del Amor Silencioso
La cena en el salón celestial aún ardía en colores dorados cuando Deméter se levantó, dejando su copa de ambrosía sobre la mesa de cristal. Su túnica de hojas centelleaba con el rumor del viento. Todos callaron. La barca flotante que te regresaría al Campamento Mestizo esperaba, pero sabías que no saldrías de aquí sin que tu linaje, tan glorioso como incómodo, diera un paso más hacia el destino que evitabas.
—Ella debe tener un título —dijo Deméter con esa voz que no se puede discutir, la que usó cuando separó la tierra del cielo.
Hera entrecerró los ojos, como si estuviera aburrida pero divertida.
—¿Otra vez con eso? Ya le ofrecimos nombres. Y ella los rechazó.
—Nombres no son lo mismo que dominios —respondió la diosa de la cosecha con seriedad. Se giró hacia ti, sus ojos color musgo como raíces clavándose en tu alma—. No puedes caminar entre dioses y mortales sin que el mundo te ubique. Ya no eres solo "la flor". No eres solo "la hija". Eres...
El silencio creció como un campo esperando la siembra.
Fue entonces cuando las ramas del árbol de Hera se inclinaron y cuatro frutos cayeron, cada uno con el símbolo de uno de tus padres: la rosa de Afrodita, la granada de Perséfone, la corona de Hera, y la antorcha de Hades.
Deméter los recogió y los colocó frente a ti, sobre una tela bordada en oro.
—Cada uno de ellos tiene en ti una huella. Y tu alma ha florecido en algo que no se ha visto desde los tiempos antiguos. Así que propongo...
Por ser equilibrio entre lo mortal y lo divino, lo fértil y lo marchito, la pasión y la ley.
Perséfone asintió en silencio. Era un título demasiado cercano a su propia esencia. Sabía que lo comprenderías mejor que nadie.
Por amar sin rendirte, por brillar sin pedir permiso. Por tener el poder de arruinar con una sonrisa y aún así sanar con un suspiro.
Afrodita soltó una risa suave. —Oh, ese es bueno. Inocencia que no cede... suena casi como una maldición adorable.
Porque castigas sin violencia y perdonas sin sumisión. Porque sabes mirar y ver la verdad, incluso en las mentiras que los dioses nos contamos.
Hera alzó una ceja. —Ese me gusta. No es poder bruto, es poder fino. De los que duran más que la guerra.
Patrona de las amistades imposibles, de los amores no etiquetados, de los vínculos que no siguen leyes pero tampoco hieren.
Will Solace sonrió desde la esquina. Kayla apretó tu mano. —Ese eres tú —murmuró—. La forma en que me salvaste. En que lo abrazas sin decirlo. En cómo nos tienes sin prometer.
No el que grita, ni el que reclama. Sino el que se queda. El que cuida. El que florece sin nombre ni aplauso.
—Ese no lo propuso ninguno de tus padres —dijo Deméter—. Lo creó la tierra. El mundo que pisas. El que te reconoce incluso cuando tú no quieres ser vista.
Y entonces, como si el Olimpo hubiera contenido el aliento, Hera se levantó.
—Debes elegir uno —dijo con la firmeza de quien no acepta evasivas—. No por ti. Por los que vienen. Por los que, al mirarte, deben saber qué protegerás.
Las frutas sagradas seguían brillando. Cada una latía como un corazón. Will susurró algo. Kayla te abrazó por la espalda. Y tú… tú solo miraste el reflejo de las estrellas en tu copa, sabiendo que después de esta noche, el mundo te llamaría por algo más que tu belleza, o tu magia, o tus cuatro linajes.
Te llamaría por lo que eligieras ser.
Y tu abuela sonreiría satisfecha desde su árbol eterno.