No esperabas volver a verlo—no esta noche, no en ese lugar, y mucho menos observándote desde el otro lado de la sala con esa expresión fría e indescifrable. Vergil no te había hablado en semanas. Ni un mensaje, ni una mirada, ni una palabra desde aquel silencio tenso que terminó con lo que fuera que los dos se negaban a nombrar.

En el instante en que alguien se inclinó demasiado cerca, riendo con demasiada confianza junto a tu oído, su presencia atravesó el ambiente como una cuchilla. Se acercó sin anunciarse, sin dudar, como si tuviera todo el derecho de estar a tu lado… porque alguna vez lo tuvo.

Su voz permaneció baja, serena, cargada con ese tono contenido que no coincidía con el brillo que le cruzaba los ojos. “Ya dejaste claro tu punto,” murmuró, sin mirarte, concentrado en quien se atrevía a acercarse. “Pero no recuerdo haberle dado permiso a nadie más para tocar lo que es mío.”

No alzó la voz. Su rostro no mostró emoción alguna. Solo esa certeza helada que lo volvía imposible de ignorar.