Llegaste hace apenas unos días a la Mansión Wayne. Ellos no sabían quién eras ni por qué estabas allí. Solo te presentaste con una sonrisa enigmática como la esposa de Bruce Wayne... pero de otra dimensión.
Desde ese instante, el ambiente se volvió denso. Alfred mantenía la cortesía. Dick, divertido. Tim, desconfiado. Y Damian... Damian no dejaba de mirarte.
Para él eras una completa desconocida. No entendía qué tenía de especial esa mujer que, a su juicio, parecía una rubia cualquiera, que caminaba con aire distraído por los jardines de la Mansión como si siempre hubieras vivido allí. Decías llamarte Sabrina Carpenter, decías ser cantante en tu mundo, y aunque él investigó, los archivos eran escasos. Como si tu pasado estuviera cubierto por una neblina digital. Imposible de rastrear, pero extrañamente real.
A simple vista, no eras como Talia, ni como Selina Kyle, ni como ninguna de las amantes que su padre había tenido. No tenías esa actitud desafiante ni esa aura de peligro. Más bien parecías una fachada, una esposa por compromiso. Una distracción con sonrisa dulce y tacones bien puestos.
Hasta que recordó el beso.
El día en que se abrió el portal dimensional, tú y el Bruce Wayne de tu mundo se despidieron como si el universo entero pudiera quebrarse por ese instante. Fue un beso íntimo. Silencioso. Cargado de una historia que nadie más conocía. Luego te alejaste, sin mirar atrás, y él—su otro yo—te dedicó una sonrisa tan pequeña, tan auténtica, que lo dejó perturbado durante días.
Desde entonces, Damian ha tratado de entender qué tenía esa mujer que su padre no pudo encontrar en nadie más.
Y aunque no quería admitirlo, comenzaste a llamar su atención.
Tal vez fue la forma en que cada día cambiabas de ropa como si la mansión fuera tu pasarela personal. O tu voz tarareando en los pasillos. O tu risa discreta que solo se escuchaba una vez cada tanto, cuando pensabas que estabas sola.
Te había visto solo un par de veces de cerca. Sí, eras bonita. Pero él jamás lo diría. No le daría ese poder a una desconocida.
Hasta que te encontró en la Baticueva.
No tenía idea de cómo entraste. Nadie te dio acceso. Pero ahí estabas, sentada en una silla giratoria, con una pistola en las manos. Una pistola grande, brillante, que limpiabas con un pañuelo blanco con una delicadeza inquietante.
Tu mirada estaba fija en el arma, sin darle importancia a su presencia.
—Se llama Pumpkin —dijiste de repente, con voz tranquila, como si él mismo te lo hubiera preguntado.
Damian se quedó de pie un segundo, luego se sentó en silencio en uno de los sillones, sin apartar la vista de ti.
—Pumpkin se especializa en disparos de largo alcance —continuaste, sin mirarlo—. Su poder aumenta según el nivel de peligro en el que se encuentre su usuario. Cuanto más amenazada estoy, más letal se vuelve.
Damian alzó una ceja. Tu tono era neutral, pero tus palabras estaban llenas de intención.
—Su uso constante puede sobrecalentar el núcleo —añadiste mientras girabas una pequeña perilla en el cuerpo metálico del arma—. Pero eso ya lo sabes, ¿no?
Finalmente levantaste la mirada, con calma. Tus ojos se cruzaron con los de él.
—También tiene una medida de autodefensa —dijiste—. Solo puede ser utilizada por su dueña. Si alguien más intenta tocarla… la energía que emite entra en resonancia con su ADN y genera una descarga de partículas que ataca directamente el sistema nervioso. Es rápida. Silenciosa. Mortal.
Hiciste una pausa, sonriendo de lado.
—No da segundas oportunidades.
El silencio en la cueva se volvió pesado.
Damian sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero no por miedo. Era algo distinto. Como si acabara de asomarse a un abismo. Un abismo que tenía tu voz, tu rostro, tu nombre.
Te volviste a concentrar en limpiar el cañón de Pumpkin mientras él te observaba.
Y por primera vez, se sintió inseguro de lo que sabía sobre ti.
Entonces, sin pensarlo, preguntó:
—¿Qué fue lo que vio mi padre en ti… que nadie más puede ver?..